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Aunque parecía ser un día como cualquier otro, no lo fue. José Ángel R., un adolescente de 11 años, tenía perfectamente claro el plan. “Hoy va a ser el día”, así se lo planteó, y así se lo externó a sus compañeros de clase, quienes no alcanzaron a comprender el infierno oculto tras dicha expresión. En el imaginario de un puberto de 11 años “el día” puede ser muchas cosas, incluido, el de matar.
Por respeto a la dignidad de los fallecidos y del resto de víctimas, no describiré ningún detalle de cómo se dieron los hechos (al respecto se publicaron montones de notas amarillistas que, sin pudor ni consideración alguna, especularon sobre la manera en que el jovencito disparó contra su maestra, compañeros y el profesor de educación física). Lo que me interesa destacar es, como siempre, el trasfondo ético del caso, el cual, sin duda, representa uno de los fracasos más lamentables y patéticos de nuestra sociedad. Me explico.
Después de lo acontecido, Miguel Ángel Riquelme, Gobernador del estado de Coahuila, habló sobre las causas que habían detonado el hecho: “[...] y precisamente lo que podemos observar es que el niño venía, estaba influenciado por un videojuego; y bueno, pues, además del comportamiento del entorno familiar que se desprenderá de las indagaciones correspondientes que haga la Fiscalía General del Estado”. Sus palabras fueron la mecha que encendió las redes.
Más allá de la riada de comentarios que llenaron la arena mediática (unos cuerdos y acertados, otros ridículamente absurdos) ¿qué puede conducir a un puberto de 11 años a disparar contra sus compañeros y luego acabar con su vida? ¿Cuáles son los detonadores de un hecho como este?
A mi entender, el asunto es multicausal, por ello (sin ser el promotor del Gobernador de Coahuila, ni de ningún otro), creo que Miguel Ángel Riquelme tiene parte de razón cuando afirma que el niño “estaba influenciado por el videojuego”. En lo particular no creo que el uso del videojuego haya conducido al jovencito a hacer lo que hizo. En el largo plazo los videojuegos desarrollan ciertas habilidades, conocimientos y actitudes que normalizan ciertos patrones de conducta que cuando se combinan con otros factores, el abuso en el uso de los videojuegos puede traer consigo resultados funestos. Ni en este, ni en ningún otro caso, deberíamos satanizar al videojuego. Los pilotos comerciales, del ejército, corredores de la Fórmula Uno y de motos GP, “bickers”, billaristas, ajedrecistas y jugadores de póker, entre otros muchos más, terminan de afinar algunas de sus habilidades en simuladores que para usos prácticos son un videojuego en toda regla. En este sentido, el videojuego resulta ser un medio de aprendizaje, pero no el gatillo único por el cual un corredor de Fórmula Uno es capaz de echarle el coche encima a uno de sus contrincantes, sacarlo de la pista, o por el que un billarista decide apostar las escrituras de su casa
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Otra causa se encuentra en el entorno familiar, y la atención que ahí se presta a los hijos. José Ángel vivía en la casa de una abuela que, en este momento, sin duda, además de estar deshecha, no representa la excepción a la regla. Los abuelos, como orgullosa y alegremente muchas veces declaran, además de formar e inspirar en un sinnúmero de cosas positivas a sus nietos, amorosamente “deseducan”, miman, toleran, solapan a quienes, muchas veces, consideran la mejor versión de sus hijos. Por ello resultaría infame culpar a la abuela, a menos que ésta sea activista de un movimiento xenófobo y haya evidencias contundentes de que en los últimos dos años se dedicó a llenar de basura el cerebro de su nieto.
La influencia de lo que circula en las redes también representa otro factor. El hecho de que antes de los disparos este jovencito se haya tomado el tiempo de quitarse el uniforme escolar para disfrazarse como uno de los asesinos de Columbine High, deja en claro la escasa e ineficaz regulación que existe sobre los contenidos inapropiados que pululan en las redes. Haga la prueba y se asombrará de la cantidad de material violento de libre acceso que puede “inspirar” a quien no tiene la madurez y capacidad para digerirlo.
Ligada a la anterior se encuentra la influencia de la salud mental del jovencito. No me gusta especular, menos en este caso, pero no dudo que el hecho de haber perdido a su madre hace un par de años continúe siendo un vacío que aún no había podido llenar. Jugar un videojuego, ser huérfano, navegar en redes donde se promueven contenidos basura no necesariamente llevará a un joven a disparar contra sí y los demás; pero un alma atormentada y una salud emocional rota sí pueden conducir a ello.
Y si a la fragilidad emocional sumamos el entorno y la normalización de la violencia, terminaremos por completar el cuadro que detona el hecho vivido por la comunidad educativa del Colegio Cervantes. Nuestra-sociedad-es-extremadamente-violenta, por eso resulta tan habitual que en muchas casas se hable de armas, cacerías, defensa propia y ajustes de cuentas. Y si no es por la vía deportiva o “recreativa” por la que con tanta facilidad se adquieren las armas, es por la vía de la ilegalidad. No es necesario ser parte de un grupo delincuencial para conseguir en la calle un arma de grueso calibre. Por ello, el tema no es si este jovencito aprendió a disparar y matar en el videojuego, sino de dónde obtuvo las armas con las que hizo realidad lo que había declarado como “el día”.
La suma de estos factores, como lo he mencionado en este mismo espacio en otro momento, va generando una especie de “pendiente resbaladiza”, de tobogán, de resbaladero en el que se comienza realizando una acción “sin importancia” (jugar un juego, burlarse o golpear a alguien, culpar a los demás de nuestra mala suerte, etc.), y en la medida que nuestros límites morales se van deslizando por la pendiente, terminamos en un punto éticamente inaceptable y, en ocasiones, humanamente inimaginable.
Como eticista, docente, padre y ciudadano, lo sucedido en el Colegio Cervantes me parece un fracaso colectivo. Directa o indirectamente fallamos las familias, los educadores, psicólogos, las autoridades escolares, el gobierno, el marco legal, el contenido de las redes, los medios de comunicación y nuestra conciencia moral, la misma que veo deslizar pendiente abajo por el tobogán de nuestras miserias.