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Todos nos encantamos con la dulzura de la Navidad, aunque existan algunos Ebenezer Scrooge -el protagonista de la novela Cuento de Navidad de Charles Dickens- que manifiestan su inconformidad por tanta melaza y melocotón.
Las reencarnaciones de Scrooge tienen bastante de razón, porque muchos hemos vuelto la celebración de la Navidad demasiado empalagosa y acaramelada, cuando es una historia de inmigrantes, marginación, pobreza y persecución.
No obstante, no debemos olvidar el nudo central de la historia: Dios hecho hombre que no considera indigno encarnarse para mostrar al ser humano el camino de la liberación y salvación.
Al subrayar esto queremos retomar el origen de la celebración: es una fiesta cristiana, no pagana. El personaje central es un pobre niño, en quien se encarna el Mesías prometido y largamente esperado. Santa Claus, los renos y tantos otros simbolismos y ornamentaciones que hemos hecho, desdibujan el humilde pesebre original ideado por San Francisco de Asís para representar tan jubiloso acontecimiento.
Los mismos magos de Oriente (que sí constan en el relato evangélico de Mateo) han sido revestidos con la dignidad de reyes (porque así estaba profetizado en Isaías 60,3: “Naciones vendrán a tu luz y reyes a la brillantez de tu alborada”, pero no consta que se llamasen Melchor, Gaspar y Baltasar.
En otras palabras, hemos hecho demasiado romántica la celebración del nacimiento de Jesús, a la vez que la volvimos inofensiva y consumista, porque de lo que hoy se trata es de dar regalos y hacer una fiesta de relumbre y derroche.
En realidad, la fiesta de Navidad nos recuerda que Dios se abaja y regala al ser humano, pero no es una celebración para comprar y gastar, sino para compartir, amar y reunirse en familia.
¿Preservo, comparto y vivo las enseñanzas de la Navidad?