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En 1997 se publicó en español un libro titulado ¿En qué creen los que no creen?, en el que se reprodujo un intercambio epistolar que sostuvieron dos brillantes inteligencias: el filósofo, semiólogo y literato Umberto Eco y el Cardenal Carlo María Martini, Arzobispo de Milán.
Eco era un agnóstico consumado. De hecho, en una ocasión, confesó: “Primero fui católico, luego ateo, ahora agnóstico”. Sin embargo, su lucidez no lo cegaba, como lo demostró en una entrevista que le hicieron en 2013 y le preguntaron qué pensaba del Papa Francisco: “Sería interesante saber qué piensa el Papa Francisco de mí, pero no lo sé. Estoy convencido de que el Papa Francisco está representando un hecho absolutamente nuevo en la historia de la Iglesia y, quizás, en la historia del mundo. Cuando algunos ingenuamente me preguntan si representa una revolución, yo contestó que las revoluciones se evalúan solamente cien años después”.
Si la pregunta de Martini en aquel momento fue ¿en qué creen los que no creen?, tal vez Eco pudiera, a su vez, cuestionar: ¿en qué creen los que sí creen? Sin embargo, la pregunta crucial no es respecto a una cosa, sino a una persona: ¿en quién creen los que sí creen?
Éste parece ser el interrogante que se plantea el Papa Francisco en el número 74 de la Encíclica Fratelli tutti al seguir desarrollando la parábola del Buen Samaritano:
“En los que pasan de largo hay un detalle que no podemos ignorar; eran personas religiosas. Es más, se dedicaban a dar culto a Dios: un sacerdote y un levita. Esto es un fuerte llamado de atención, indica que el hecho de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada”.
¿Demuestro vitalmente en quién creo?