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Vivimos en una sociedad tremendamente ruidosa, parece imposible alcanzar un estado de tranquilidad y silencio. Es cierto que existen lugares y recintos consagrados especialmente a guardar silencio: los templos, cementerios, teatros y cines, por ejemplo. Sin embargo, aun cuando en esos espacios se conserve el silencio, hay personas que en su interior traen demasiado ruido y no consiguen alcanzar la paz, armonía, quietud y tranquilidad.
Sería ilógico pedir que en un estadio los aficionados se mantengan en silencio mientras se desarrolla un partido de cualquier deporte. Se podrá guardar un minuto de silencio para honrar determinado acontecimiento o memoria de alguna persona relevante, pero el hincha acude a apoyar a su equipo con gritos, silbidos, aplausos, matracas, himnos y muchas otras consignas.
En la naturaleza misma hay momentos y espacios consagrados al sonido y otros al silencio, pero se produce estupor y espanto cuando se altera el orden específico. En el invierno de 2013-2014 se produjo un escalofriante fenómeno: las cataratas del Niágara se congelaron, el agua no seguía precipitándose, el impactante sonido que producían los torrentes al caer había enmudecido por completo.
Empero, el ruido más ensordecedor en ese momento no era del de las cataratas, sino el espasmo y mal sabor que producía en el interior de cada una de las personas que tuvieron la oportunidad de presenciar ese fenómeno.
Algo semejante sucede cuando nos topamos con el impenetrable silencio de una persona. Queremos comunicarnos con ella, pero no lo logramos. Deseamos arrancarle un gratificante saludo, un nutritivo gesto, una refrescante palabra; pero, nos encontramos con un sonoro mutismo, un impenetrable dique, un infranqueable muro. Tal vez tenga motivos y razones para su mutismo, pero nadie podrá dudar de que son más ruidosos los sonidos del silencio.
¿Descifro y disuelvo el ruidoso silencio?