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Tengo más de mes y medio acompañando en las actividades escolares a mis hijos por el cierre de las escuelas. Desde el cálculo de áreas geométricas de primero de secundaria, hasta los entretenidos textos del libro de lecturas para quinto de primaria. Álgebra, geografía, civismo, biología celular y conjugación de verbos en inglés. Lo hemos hecho todo y poco han aprendido. Nos falta la magia de los docentes.
Hemos tratado de seguir los videos, las clases en zoom y los diagramas que se mandan por el chat. Hace días anunciaron que el colegio adoptará una plataforma a manera “escuela virtual”. Los profesores se están preparando para cerrar el año desde casa, en la semana Juan Alfonso Mejía, Secretario de Educación, nos adelantó que no habrá regreso a clases el 1 de junio. A la luz de los contagios, decisión por demás acertada.
Gabriela Mistral, Premio Nobel de Literatura, diplomática, activista y destacada pedagoga chilena, afirmó que: “La enseñanza de los niños es la forma más alta de exaltar a Dios; pero también es la más terrible en el sentido de la responsabilidad”. Si algo nos vino a enseñar este virus en su confinamiento, es a valorar la labor de aquellos profesionales que se vuelven indispensables para el desarrollo de la sociedad.
La poeta no se equivocó cuando dijo: “enseñar es una pasión y educar, una forma de vivir”. Por eso los maestros nacen con la vocación sembrada en el corazón, tal como nacen las poetas, el pintor o todos los artistas. Porque resulta casi imposible el proceso de enseñanza-aprendizaje sin las técnicas de la docencia, sin el conocimiento de la psicología de los educandos y las virtudes de la paciencia, la elocuencia y el amor.
Reconozco el esfuerzo de los maestros y maestras, sobre todo de aquellos que se están adaptando a una nueva realidad “virtualizada”, empeñándose en seguir palmo a palmo su responsabilidad frente a los alumnos desde casa, que sorteando toda clase de peripecias, en la construcción del binomio profesor-estudiante avanzan para darle valor al tiempo de nuestro encierro.
Desafortunadamente, como sucede en este México de las desigualdades, con más ganas que recursos, los maestros de mi tierra están enfrentando con sus armas los daños colaterales que nos deja el coronavirus. Las dificultades propias de una brecha digital que nos recuerda las múltiples caras de la desigualdad. Los que todo lo tienen y los que no tienen nada.
En la costa sur de Sinaloa, allá donde el internet sigue siendo un lujo, supe de profesores que acuden una vez por semana a las rancherías para dejar las lecciones de sus alumnos en cartulinas y hojas pintadas a mano. Van a darles ánimo para regresar a la escuela cuando todo esto pase. En lo alto de la sierra de Choix, supe también de un hombre que habilitó su pequeño hotel para que los estudiantes puedan estar en contacto con sus profesores, por ser el único lugar en kilómetros con acceso a la red.
Sirva esta columna como un homenaje presente a todas y todos los docentes en su día, desde los que están enseñando las vocales a los párvulos hasta los que están formando a los próximos doctores o investigadores de la nación. En particular, felicito a la profesora Cecilia Rivera, por los recuerdos de sus inicios como maestra rural, cumpliendo el sueño de Vasconcelos en las rancherías más pobres de Escuinapa. Demostrando que el amor a las letras y los libros crecen también en las arenosas tierras donde se carece de todo... Luego le seguimos.