Las grandes casas antiguas solían tener un espacio amplio y acogedor para albergar la biblioteca. Con orgullo se mostraban perfectamente alineados y ordenados los tomos de colecciones y enciclopedias.
Es cierto que en ocasiones los libros servían solamente de adorno y decoración, como señaló Jen Campbell recordando extravagancias de los clientes en su obra Cosas raras que se escuchan en las librerías: “Cliente: Deberíais ordenar los libros por tamaños y colores. Librero: Así nunca encontraríamos nada. Cliente: No importa. Se vería bonito... Cliente: ¿Tenéis libros con este tono de verde? Quiero que haga juego con el papel para regalo que compré”.
Sin embargo, en la mayoría de los casos las bibliotecas eran espacios sagrados para dialogar con multitud de autores. Es conocido que, en su infancia, el poeta Octavio Paz estuvo en contacto con innumerables libros en la biblioteca de su abuelo Ireneo Paz, en Mixcoac, como escribió: “Amaba a los libros y había logrado reunir una biblioteca de cierta importancia”.
Ya desde la antigüedad, Cicerón indicó: “Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma”. De igual forma, subraya un proverbio hindú: “Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora”.
El escritor Carlos Ruiz Zafón, quien falleció el 19 de junio a los 55 años víctima de cáncer de colón, en su libro La sombra del viento citó el consejo que su padre le dio al protagonista Daniel Sampere: “Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él”.
Ruiz Zafón dialoga, ya, con las almas del Cementerio de los Libros Olvidados.
¿Converso con las almas de los libros?
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