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"Opinión"

"¿Dónde aterrizar?"

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    pabloayala2070@gmail.com

    Este viernes comenzó a circular una noticia, tan esperanzadora, como una bocanada de aire fresco: la revista científica The Lancet, publicó un artículo que describe los resultados obtenidos por Wei Chen y su equipo del Instituto de Biotecnología de Pekín, en el desarrollo de una vacuna que podría darle un garrote al SARS-CoV-2. Al momento, los ensayos demuestran que “una sola dosis de la nueva vacuna, que utiliza un vector de adenovirus tipo 5 (Adn5-nCoV), produce en 14 días anticuerpos específicos contra el virus y células T [...] Este resultado muestra una visión prometedora para el desarrollo de la vacuna, pero todavía estamos muy lejos de que esté disponible para todos”.

    Sin duda, estamos ante un avance extraordinario, como maravillosa la noticia de que Wuhan arrancó la segunda fase de experimentación, porque ello nos permite (alegremente) pensar que, a toda marcha, en el plazo de un año China sacará la vacuna. Si este escenario llegara a darse, el rumbo de las cosas giraría entre 90 y 120 grados: podrían detenerse las futuras olas pandémicas, acabar las cuarentenas, poner en marcha la maquinaria económica y comenzar a recuperar algunos recursos para paliar los devastadores efectos de la crisis social derivada por el desempleo.

    Y mientras los chinos continuarán acumulando horas de laboratorio, nosotros, sin más alternativa, habremos de volver a nuestra “nueva normalidad”, a esa forma de realidad adulterada donde tendremos que convivir en mundos paralelos: el virtual y el físico. Si las autoridades federales decretan que los niños y niñas vuelven a las aulas en septiembre, habrá que estar preparados para arrancar las clases con un modelo híbrido donde unos cuantos estudiantes acudirán a las aulas manteniendo la sana distancia, mientras que el resto tomarán sus clases desde casa en el esquema digital. Estudiantes y docentes tendrán un pie adentro y otro afuera de las aulas. Lo mismo sucederá en otros ámbitos porque, como decía, mientras no haya vacuna o inmunidad de rebaño, estamos a expensas de los efectos de los rebrotes.

    No quisiera detenerme en el tema de los recursos económicos que gobierno y empresas necesitan para poder desplegar este esquema de realidad alternativa (asunto extremadamente peliagudo, de ahí que no pueda abordarlo hoy aquí), sino más bien, me interesa poner el acento en algo que me parece más complejo y urgente de responder: ¿qué debemos hacer para tener la nueva normalidad que queremos y merecemos?

    Ante la efervescencia generada por la alentadora noticia de este primer avance en el desarrollo de la vacuna contra el SARS-Co-V-2, las palabras de Tolstoi, dichas hace más de 100 años, siguen teniendo plena vigencia: “La ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan: las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir”.

    Estamos relativamente seguros de muchas de las cosas con las que nos relacionamos diariamente a través de nuestras prácticas de laboratorio, dice Bruno Latour, pero solo relativamente seguros. Si esto sucede con los saberes provenientes del mundo de la ciencia, ¿qué nos cabe esperar del mundo de las relaciones humanas donde las cosas se dan de tantas y tantas maneras? Visto así, la respuesta no la encontraremos en los laboratorios donde se apalanca la ciencia, sino en las reflexiones que provienen de la filosofía política y la ética. Me explico.

    En La esperanza de Pandora. Ensayos sobre la realidad de los estudios de la ciencia, Bruno Latour abre la reflexión trayendo a cuento una entrevista que le hizo un psicólogo antes de convertirse en amigo suyo, a bocajarro, le preguntó: ¿Cree usted en la realidad? ¿De verdad se ha vuelto la realidad algo en lo que las personas han de creer? ¿Hay alguien en este mundo que no crea en la realidad? Más aún, ¿es posible fabricarla?

    Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta obvia, especialmente si pensamos dicha realidad en el marco de la “nueva normalidad” a la que estamos por entrar. La nueva realidad vendrá jalonada, como dice Latour en su último libro ¿Dónde aterrizar? Cómo orientarse en política, por tres fenómenos interrelacionados (la desregulación, el aumento de las desigualdades y la negación sistemática de la existencia de la mutación climática) que forman parte de una misma situación histórica, dejando al descubierto que el ideal de mundo compartido ha desaparecido. Todo parece indicar, dice Latour, “que una buena parte de las clases dirigentes han llegado a la conclusión de que ya no hay suficiente espacio en la tierra para ellas y para el resto de sus habitantes. [...] Desde los años ochenta, ya no pretenden dirigir, sino ponerse a salvo fuera del mundo”.

    El lapso de tiempo en el que se ha escrito este nuevo capítulo de nuestra historia actual, hunde sus raíces en cuatro acontecimientos: el Brexit, la elección de Donald Trump, el repunte y ampliación de las migraciones en el mundo y la Cumbre del Cop21, celebrada en París para alcanzar un acuerdo global que permitiera frenar y revertir los efectos derivados del cambio climático. Los primeros tres sucesos “son aspectos de una misma y única metamorfosis: la noción misma de suelo está cambiando de naturaleza”. Por su parte, el Cop21, continúa Latour, dejó otra cosa en claro: “ese día todos los países firmantes [excepto Estados Unidos porque abandonó la Cumbre], al mismo tiempo que aplaudían el éxito de un acuerdo improbable, comprendieron con horror que si llevaban a cabo sus respectivos planes de modernización, no habría un planeta compatible con sus expectativas de desarrollo. Necesitarían varios planetas, pero solo tienen uno”.

    Como dice Latour, si no hay un planeta, tierra, suelo o territorio que albergue los afanes económicos de los países que tejen las redes de la globalización, entonces nadie tiene el suelo garantizado. “Dicho en otras palabras, o bien negamos la existencia del problema, o bien buscamos dónde aterrizar, es esto lo que nos divide a todos, mucho más que la adhesión a la derecha o a la izquierda. Y esto vale para los antiguos habitantes de los países ricos como para los futuros. Para los primeros, porque deberían comprender que no hay planeta propicio para la mundialización y que se verán obligados a cambiar la totalidad de su modo de vida; para los segundos, porque tendrán que abandonar su antiguo suelo devastado y aprender, a su vez, a cambiar su modo de vida”.

    Y, justamente, esto es a lo que se refería Tolstoi hace más de 100 años: hoy más que nunca estamos obligados a cambiar nuestros actuales modos de vida.

    En ese sentido, las preguntas no tendrían mucho que ver con las nuevas formas de mutación de las cepas del SARS-CoV-2, sino con las vías para que la “nueva normalidad” vaya acorde a los afanes de una sociedad global más justa. Una donde todos podamos acceder a alimentos y vacunas, tener un sitio asegurado en los hospitales, contar con un empleo o, como mínimo, disponer de un salario de emergencia que permita nuestra supervivencia en tiempos de pandemia.