La semana pasada hablé en este espacio de la importante herencia que dejó el movimiento de 1968 en términos de ideas sociales, intereses académicos, modos de funcionar del Gobierno y formas de participación de la sociedad.
Lo más significativo fue sin duda que el modelo político y social debía ser la democracia, la creación de instituciones y leyes para que exista y funcione el Estado de Derecho, la competencia entre partidos y la participación ciudadana, así como la convicción de que deben respetarse los derechos de las personas, la diversidad étnica, cultural, sexual, religiosa e ideológica, de que hay que cuidar el medio ambiente, exigir la transparencia y rendición de cuentas, buscar la equidad y asegurar la libertad de expresión. El interés por el País y por su futuro llevó a estudiar la historia, a analizar la sociedad, a generar propuestas en la educación y a mejorar la condición de las mujeres y la relación con las culturas originarias.
Pero también terminé diciendo que parte de ese legado no existe más, y ello debido principalmente a dos factores. El primero, la economía que siempre está en ciclos de subidas y bajadas generadas en parte por problemas internos y en parte por crisis externas, pero también por decisiones políticas equivocadas y por la enorme corrupción que padecemos.
Y el segundo factor, el narcotráfico, que vino a cambiar las reglas del juego económicas, sociales y culturales y no solo nos metió en una guerra, sino que convirtió a la delincuencia en el sueño de muchos mexicanos, como forma para tener recursos y para el ascenso social, por encima del trabajo y del estudio: "No vale la pena estudiar para acabar vendiendo tacos en la calle, vale más la pena ser el que más mata, el que más chinga, el más cabrón", le respondió un joven a un periodista.
Esta situación se debe sin duda a la realidad de la pobreza, la falta de empleo y de oportunidades, pero también al cambio en las actitudes y valores de los mexicanos.
La globalización y la tecnología al alcance de la mano llegaron con dos ideas centrales: una, que felicidad se iguala con ir al centro comercial, y por lo tanto tener con qué hacerlo es el modelo aspiracional y la medida del éxito. Dos, que lo único que cuenta en el mundo soy yo, el único compromiso que se tiene es con el yo. La preocupación por y la ocupación del propio bienestar, hace que solo lo que yo quiero valga y que para defenderlo, no importa pasar por encima de lo que sea y de quien sea.
Ello aunado a los cambios mentales y reales generados por el 68, según los cuales la democracia y los derechos humanos son para todos, que hicieron que estos deseos terminaran convertidos no solo en algo a lo que tengo derecho, sino más todavía, algo que merezco.
De modo pues que, si bien es cierto que el movimiento del 68 impulsó importantes transformaciones, también lo es que muchos de esos logros o incluso muchas de esas aspiraciones, no existen más. Por una parte hay conciencia de que como ciudadano se pueden conseguir cosas (la defensa de los derechos humanos es un ejemplo inmejorable), pero por otra parte, no existe más el espíritu de participación colectiva y de interés por el País y por los demás.
Por eso hoy tiene más asistentes una clase de baile que una conferencia, y cada vez se venden más ropa y celulares y menos libros, y las organizaciones de la sociedad civil que luchan por causas sociales siguen siendo las que se formaron con las generaciones del 68.
En mi entrega anterior empecé citando a Luis González de Alba, cuando en un artículo reciente hablaba de lo que su generación hizo en el 68. Al final del escrito, el autor resume lo que es hoy ese grupo: si antes iban a fiestas los fines de semana, ahora hacen carne asada los domingos, rodeados de nietos. Para el País, sin embargo, las cosas no son tan idílicas. Más bien todo lo contrario.
Escritora e investigadora en la UNAM
sarasef@prodigy.net.mx
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