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No es negativo plantearse grandes metas ni tener grandes aspiraciones, lo lamentable es soñar con paraísos perdidos o plantear desproporcionadas expectativas que -como dijimos en la columna anterior- si no logran concretarse, arrastran una dolorosa cauda de reproches, frustraciones y desilusiones.
Es saludable tener grandes aspiraciones, pero no debemos pecar de ilusos. Algunos optan por ver el vaso medio vacío; otros, medio lleno, pero es más objetivo y racional saber con cuánta agua contamos para no alimentar fantasmas ni proyectar quimeras.
Quinientos años antes de Cristo, Confucio estaba platicando con sus discípulos y les preguntó cuál era su aspiración más alta. El primer discípulo en responder fue el arrojado Zilu, quien expresó: “Quiero dirigir una nación entre dos Estados que la atacan y que sufre hambruna; en tres años le haré recuperar su fuerza”.
Confucio y el grupo valoraron sus ambiciones y su alta autoestima. El segundo en responder fue otro discípulo llamado Ran Qui, quien dijo: “Dame un territorio de al menos 50 o 60 pueblos; en tres años aseguraría su prosperidad. Por lo que respecta a su bienestar espiritual habría que esperar naturalmente a la intervención de otro”.
Este discípulo no quería un territorio con muchos problemas y, además, no se sentía capacitado para brindar iluminación espiritual.
El tercer discípulo, Chi, tenía pocas aspiraciones y autoestima, por lo que se conformaría con ser ayudante en una ceremonia religiosa.
El cuarto discípulo, Diam, indicó que estaría satisfecho con muy poco: “Sólo con poderme bañar, disfrutar e ir a casa cantando estaría contento”.
Entonces, el maestro enseñó una valiosa lección sobre expectativas y felicidad, pues cada uno había manifestado lo que creía ser y lo que creía necesitar para ser feliz.
¿Me conozco y valoro perfectamente? ¿Sé cuáles son mis auténticas necesidades? ¿Aliento desproporcionadas expectativas?