Editorial
Cuentan las estadísticas que cada día 3.7 personas desaparecen sin dejar rastro en Sinaloa; como si se tratara de una maldición, los sinaloenses pierden a sus familiares y amigos, sin que seamos capaces de brindar respuesta a los que reclaman.
Las desapariciones comienzan a convertirse en uno de los principales problemas sociales de nuestra sociedad: una familia afectada por una desaparición es una familia rota, angustiada, vulnerable.
Las mismas estadísticas nos anuncian que de los cientos de personas que desaparecen al año en nuestro estado, apenas son encontradas con vida el 17 por ciento, otra pequeña parte es encontrada muerta, el resto desaparece para siempre.
La principales víctimas de esta guerra soterrada y con apenas nombre son las madres de familia, aquellas incapaces de superar un dolor tan grande que dedican su vida a esperar el milagro o a perseguir una pista, cualquiera que sea, para intentar encontrar al hijo o la hija amada.
De ahí han surgido los colectivos llamados “rastreadoras”, grupos de mujeres incansables que rasguñan la tierra en busca, aunque sea, de los restos de sus hijos, a los que ya no esperan encontrar con vida.
Pero la búsqueda no es fácil, las madres de familia abandonan todo, dejando detrás de sí al resto de su familia, su ocupación, su vida.
La delincuencia organizada, siempre como una sombra detrás de las desapariciones, hostiga a las madres en su búsqueda, temerosa de que unas mujeres desarmadas e indefensas saque a la luz el horror de las fosas clandestinas, quizá la muestra más cobarde y cruel que enmarca la naturaleza de los criminales.
Es tiempo de una política estatal y nacional que proteja a estas mujeres y que las ayude en su búsqueda, para remediar en lo posible el dolor más duro que puede soportar un ser humano: el de perder a sus hijos.