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Ayer salí a la calle tras cinco meses de encierro, y es que yo soy una de esas personas que tiene claro que estamos en una situación crítica y que salir implica arriesgar la vida, sobre todo si se asiste a lugares concurridos. Finalmente, la vida me puso una cita ineludible que tuve que cumplir, con tristeza y desasosiego. Con cubrebocas, careta, alcohol gel y resignación, salí de mi casa. Lo primero, fue que me encontré a una mujer caminando por la acera y hablando por celular sin tapabocas, como si ella o yo viviéramos en realidades paralelas, donde pasan cosas muy distintas. Me indignó, profundamente, que además de no usarlo, no hiciera el mínimo gesto de cambiarse de banqueta hasta que, con suficiente sana distancia, comencé a increparla. Me miró como si le estuviera hablando en chino, ¿y cómo no? si ninguna autoridad los obliga a portarlo. Pensé en hablar con los policías de la colonia, para que en sus rondines conminen a la gente a cumplir con el uso de tapabocas, pero inmediatamente me desanimé; me quedó claro que mientras no haya una medida obligatoria generalizada, con sanciones en caso de desobedecer, las personas seguirán usando su libérrimo albedrío para contagiarse y contagiar a otros, porque sí, porque pueden, faltaba más.
Desde marzo, que me encerré en mi casa, me había negado a salir por motivos superfluos, pero también por motivos graves de trámites presenciales. No tenía ninguna duda, y no la tengo, que contagiarse por ir al banco o a verificar el coche, es una deslealtad con el valor que más aprecio, que es cuidar mi vida y la de mi familia, por encima de todo. La sola idea de imaginar “murió por verificar el coche”, por ejemplo, me parece un insulto. Conceder con las medidas injustas del Gobierno que, aún estando en fase crítica de contagios, impone a los ciudadanos salir, me parece inaceptable. Tragedias familiares suscitadas por una irresponsable Jefa de Gobierno o un irresponsable y negligente Gobernador al que no le importa arriesgar la vida de las personas y les impone trámites obligatorios, so pena de multas si no cumplen, debería ser inaceptable, cuantimás para la población vulnerable. Esto, que es claro como el agua, se complica terriblemente por varios factores. Primero, que se implementó un semáforo tramposo, donde se usa la capacidad hospitalaria como indicador para determinar el nivel de riesgo y no el índice de contagios, como debiera, e incluso el índice de positividad si no se hacen suficientes pruebas: segundo, que incluso las autoridades, por la necesidad de reabrir la economía, violentan sus propias disposiciones enviando un mensaje muy peligroso y equivocado; y tercero, y quizá el más importante, el discurso que han generado alrededor de los pacientes fallecidos culpabilizándolos de sus muertes y contagios, desplazando así su responsabilidad “se murió por gordo, por diabético, por hipertenso, por irresponsable”, cuando, en realidad, debería decirse “se contagió porque permitimos que el virus se extendiera por todo el país, y calculamos fríamente sus muertes, debido a nuestra negligencia”.
Tenemos entonces que la gente no se da cuenta de que si el Gobierno obliga a los ciudadanos a exponer su vida es una medida claramente violatoria del derecho más elemental que tenemos, que es el derecho a la vida.
Anoche pensaba, mientras veía a la gente afuera, sin protección, interactuando con los otros, en el enigma de cómo sopesan las decisiones, qué valores los guían. Por ejemplo, ¿cuáles son las situaciones obligatorias en las cuales voluntariamente una persona decide arriesgar su vida? No pienso en la gente que forzosamente tiene que salir o sus hijos no comen, no. Me queda muy claro que a los pobres y más necesitados, el Gobierno los dejó en la total indefensión, los obligó a exponer -y a perder sus vidas- con tal de que la economía siguiera funcionando, fue incapaz de proveerles los medios para evitar contagiarse. No, pienso más bien en la gente que pudiendo protegerse, no lo hace; el que asiste a un restaurante, a una tienda departamental, a pasear o a ver amigos; los que se van de vacaciones, los que salen porque sí. Son un enigma para mí, ¿no se enteraron de las últimas noticias, los más de 50 mil muertos fallecidos debido al virus?, ¿pensarán que no pueden contagiarse?, ¿creerán que son inmunes?, ¿estarán al tanto de las situaciones de riesgo?, ¿les habrá caído el veinte ya de que el virus puede estar en el aire que respiran, en ese restaurante cerrado o en esa tienda o en ese banco, esa oficina, ese súper, esa reunión de amigos?, ¿entenderán que conversar con una persona contagiada durante un breve tiempo puede enfermarlos?, ¿entenderán profundamente que la gente aparentemente saludable puede transmitirles el virus?, ¿se informan en la ya infame telenovela de las siete?, ¿siguen el ejemplo del Presidente, creen en las recomendaciones de López-Gatell, contradictorias y omisas?, ¿son seguidores de la “4T” convencidos de que el cubrebocas es una medida “auxiliar” y prescindible?, ¿o son descreídos, sencillamente, de la existencia del virus?
O tal vez deba replantear las preguntas: ¿La gente creerá que la epidemia está “domada”?, ¿creerá que la Ciudad de México está reabriendo su economía porque el virus está “controlado” como dijo, irresponsablemente, la hoy aislada Claudia Sheinbaum y no por decisiones personalísimas y arbitrarias de la señora Jefa de Gobierno?, ¿la gente realmente creerá la especie de que somos un país único donde el coronavirus se comporta de una manera totalmente distinta al resto del mundo y cederá solito con un número mínimo de pruebas, sin contención, así mágicamente, como cuando creían que el calor lo extinguiría o nuestra raza de bronce?, ¿de verdad creerán el discurso de la Secretaría de Salud y su vocero?, ¿creerán que es seguro ir al cine o a un museo o a una oficina o incluso usar el transporte público en la zona metropolitana del Valle de México, la zona más poblada del país?, ¿ya se habrán dado cuenta que la estrategia del Gobierno federal y local es tener camas disponibles para que lleguen a morirse las personas y no evitar que se contagien y mueran, que aceptaron desde el principio la tragedia de decenas de miles de familias?, ¿o será quizás que creen en estampitas? Vaya usted a saber.