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Dadas las implicancias de algunas declaraciones vertidas por el Presidente en sus últimas mañaneras, vale la pena recordar algunas ideas que expuse hace casi cinco años en esta casa valiéndome de un librito fabuloso que Max Weber tituló “El político y el científico”. Me explico.
Sin mucho rodeo, podemos decir que la actividad del político es social por naturaleza, de ahí que se encuentre sujeta a consideraciones y valoraciones morales, como sucede en cualquier actividad humana. En particular, el político, decía Weber, puede moverse a partir de dos modelos éticos para llevar a cabo la gestión pública: la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”.
La ética de la convicción es la que hace que el político actúe movido por una serie de principios morales, sin atender las consecuencias o el impacto derivado de seguir a rajatabla lo que encarnen dichos principios. Un ejemplo nos permitirá clarificar la idea.
En varias de sus últimas intervenciones, el Ejército mexicano, obedeciendo la orden presidencial de actuar conforme al principio de la no violencia, le ha llevado a soportar empujones, pedradas, puntapiés, bofetadas y un sinnúmero de agresiones verbales provenientes de malandrines confesos, grupos de resistencia e, incluso, de algunos manifestantes que tomaron las calles convencidos de que el Ejército no responderá como en “el pasado”, es decir, de manera violenta. En este escenario, el Ejército deberá apechugar y resistir sin responder con agresiones, porque así lo dicta el principio de la no violencia.
Tal forma de entender el “deber del político”, dirá Max Weber, se encuentra muy próximo a un estilo de liderazgo fanatizado que podría conducir a quien lo promueve a gobernar movido únicamente por su convicciones morales, haciendo que los ideales, por mucho, queden por encima de las circunstancias y efectos derivados de la gestión política.
Por el contrario, como señala nuestro autor, el político que decide actúa movido por una “ética de la responsabilidad”, buscará en todo momento “tener en cuenta las consecuencias previsibles derivadas de la propia acción”. Los ideales éticos pueden “ponerse en suspenso”, si los resultados que se obtienen son los que se esperaban.
En síntesis, quien actúa movido por sus convicciones no se siente culpable de las consecuencias de sus acciones, ya que considera que éstas fueron motivadas por razones “superiores” a los efectos derivados de aquéllas. Por el contrario, quien actúa a partir de una ética de la responsabilidad, trata de reconocer los efectos negativos y positivos y, a partir de éstos, decidir y operar. El problema con esta última forma de gestionar la política es que las razones para actuar podrían basarse en el cálculo descarnado de beneficios y/o afectaciones, sin necesidad de apelar a ningún tipo de principio o valor moral.
La solución intermedia para ambos esquemas de actuación ética, como decía en aquel artículo de 2014, puede venir de la mano de lo que la filósofa Adela Cortina entiende como una ética de la “responsabilidad convencida”, es decir, una ética donde el político a partir de convicciones y principios morales claros, como la justicia, la paz, equidad, el bienestar, etc., gobierna haciendo uso efectivo de los recursos disponibles, sin comprometer el futuro de los ciudadanos debido a las consecuencias que traen consigo algunas decisiones. Bajo esta paradigma, es posible conjuntar las buenas intenciones con el oficio del que sabe gobernar, con vistas a obtener los mejores resultados en pro de la sociedad.
Traigo esta reflexión del pasado, porque ante la actual crisis de violencia e inseguridad que estamos viviendo, necesitamos mucho más que buenas intenciones y arengas moralinas que se construyen sobre los cimientos de una serie de noblísimos valores. Por más que diga el Presidente que en la estrategia para capturar a Ovidio Guzmán prevaleció el deber de humanidad sobre la búsqueda de popularidad, el final del cuento deja en claro que los resultados demostraron lo contrario: el operativo, tal como se mal-planeó, puso en riesgo la vida de muchas personas inocentes, de ahí que, al menos en este caso, apelar al llamado de las buenas intenciones y el llamado al amor hacia la humanidad, además de desdibujado, como mínimo podría resultar ofensivo para quienes, innecesariamente, vieron cómo su vida había sido puesta en riesgo.
Cierto, tampoco sirve de mucho un gobierno que se mueve únicamente por la estrategia y el cálculo que solo tiene por meta el rédito político. La resolución del complejísimo problema del narco y la violencia que éste genera, requiere de la puesta en marcha de convicciones morales que permitan a los actores políticos asumir, con responsabilidad y sentido humano los compromisos que han adquirido con nosotros los ciudadanos: gobernar obedeciéndonos. Y en esto, al momento, el Presidente nos ha desoído.
No creo que él se confunda; en todo caso, pareciera, que nos quiere despistar haciéndonos creer que él, siendo un político, se mueve exclusivamente por sus convicciones. Pero la realidad, necia como es, en las mañaneras muchas veces ha dejado en claro que el Presidente ensalza la paz y el amor para dos minutos después atizar contra quienes considera sus enemigos; pide a la prensa responsabilidad y que deje de lado el amarillismo, cerrando su exhorto con una cita de Gustavo Madero que dice: “le muerden la mano a quien les quitó el bozal”.
El Presidente juega con estos excesos, porque confía en el enamoramiento que aún mantiene entre una importante mayoría ciudadana (de hecho, solo bajó un punto porcentual su popularidad con la decisión de liberar a Ovidio Guzmán). Sin embargo, el cheque en blanco que muchos millones de votantes le otorgaron tiene una fecha de “caducidad” que más pronto que tarde se hará efectiva, porque la confianza ciudadana pende de unos hilos tan frágiles y delgados que cuando se pierde, desaparece irremediablemente.
Con todo, aun le queda una salida: conciliar la ética con la política. Para lograrlo, como dice Max Weber, debe buscar que su gestión no se reduzca a la convicción moralina, sino de asegurar alcanzar el justo equilibrio de las tres cualidades imprescindibles para gobernar desde una ética política en mayúsculas: la pasión, el sentimiento de responsabilidad y la mesura.
Pasión no le falta; queda por ver cómo gestionará de hoy en adelante el tema de la responsabilidad y la mesura.