Sinembargo.MX
Terminando de escribir la que iba a ser mi columna, me encuentro viendo un reportaje de Ciro Gómez Leyva sobre los servicios de salud en varios hospitales públicos, como el Hospital General, ahora que eliminaron el Seguro Popular y crearon el Instituto de Salud para el Bienestar que, en teoría, debe ofrecer servicios de salud gratuita a todos los mexicanos que no cuenten con seguridad social. Son 69 millones de mexicanos los que deberá atender, ofrecerles atención médica y medicamentos gratuitos con solo presentar el IFE. Recién comenzado el año, los propagandistas del gobierno festejaron en twitter la noticia como si fuese una realidad. Qué alegría, pensar que esto pudiera ser posible, piensan muchos: nos acercamos a un país de primer mundo. Al fin logramos algo bueno en este país, dicen los entusiastas. Muchos más, incrédulos: no hay dinero que alcance, dicen. En esto pensaba cuando fui a la tienda que suelo ir a comprar pan, para descubrir que ya subieron los precios: a todo le sumaron unos pesos. En el súper, igual. No solo es la comida chatarra, ni los cigarros.
Son alimentos en general. La cajera me dice, cuando le comento sobre los precios “esto está fatal, pues uno tiene que comer, así ¿de que nos sirve el aumento al salario mínimo?”. Me despido algo apenada, pensando en los empacadores, hombres y mujeres pobres, de la tercera edad, que ya no reciben nada, o mucho menos. La gente sale cargando sus productos en las manos a falta de bolsas de plástico. Algunos empacan, otros ya no. No, no tienen seguridad social y necesitan empacar por unas monedas. Ah, es cierto, reciben una pensión del gobierno de mil doscientos setenta y cinco pesos mensuales (cada dos meses), una ayuda que no les resuelve ninguna de sus necesidades básicas. Sí, sería peor que no la hubiera, indudablemente. Pero no acabo de entender por qué festejan tanto un programa que no resuelve ni las necesidades de alimentación de una persona: está muy lejos de la verdadera justicia social. Tampoco entiendo por qué los ricos también la reciben y por qué los ricos no pagan más impuestos. Pienso si los aplaudidores realmente creen que con mil pesos al mes una persona puede comer, pagar una renta. Luego pienso en cómo tasamos la dignidad. Este problema me abruma, siempre me ha abrumado, desde que tengo memoria. El sentido de la limosna, la indefensión que coloca a las personas en una subcategoría humana, por decirlo de algún modo. Voy pensando en esto mientras camino: cómo tasamos la dignidad de los que están en estado de necesidad, carecen de recursos. No es otra la distinción, pero las personas creen, a menudo, que carecer de recursos significa que las personas carecen de necesidades similares a las suyas, una degradación conceptual, una ficción que les permite vivir con su mala conciencia.
Viene a mi mente ese recuerdo imborrable de la tarde en que mi abuela me llevó a la iglesia y una mujer se le acercó para pedirle dinero. Yo tenía diez años y me pareció injusto que le diera unas cuantas monedas, sencillamente no lo entendí y ella ya no quiso seguirme dando explicaciones: lo que lo volvía más incomprensible, por supuesto, es que veníamos de la misa. No se malinterprete, mi abuela era una mujer extraordinariamente generosa. Solo que yo no entendía el concepto de la limosna, me parecía una monstruosidad y aún me lo sigue pareciendo. Esto voy pensando cuando recuerdo el reportaje de Animal Político, sobre el impacto del retiro de las estancias infantiles en la sierra norte de Puebla, aparecido a principios de diciembre. No pareció generar mayor malestar, aunque documentó que madres perdieron las estancias de sus hijos y tampoco recibieron la ayuda mensual por las que las eliminaron.
Ahora llevan los niños al trabajo, los encargan. Ya no pudieron inscribirlos en las estancias y a su vez las estancias cerraron, dejando sin trabajo a quienes las operaban, mujeres de la comunidad. Resulta paradójico que su situación sea mucho peor hoy, bajo el gobierno que volvió su lema “primero los pobres”, que antes, bajo los gobiernos neoliberales. Esas madres tenían estancias, comedores y seguro popular. Hoy no tienen ninguno. No, no están en twitter, ni en Facebook y no causaron, tampoco, la indignación de los grupos feministas en redes, lamentablemente. Tampoco están las personas que aparecen en el reportaje de Gómez Leyva afuera del Hospital General; no pueden pagar nuevas cuotas, medicinas, camas, operaciones que les comenzaron a cobrar con la llegada del Insabi. Parece pues, una más de las ficciones, bien intencionadas si se quiere, de la “cuarta transformación”. Aunque es muy pronto, ciertamente, para saber si llegará a operar como se supone, lo que significaría un gran avance, como todos quisiéramos, no es pronto para pensar en los nuevos damnificados de las políticas de este gobierno, que afuera de los hospitales descubren con amargura y desesperación que no hay tal gratuidad, ni derecho universal a la salud, como no la había en los gobiernos anteriores, pero que además, perdieron el seguro de salud que sí tenían, en pocas palabras; se quedaron en la indefensión total, resignados a seguir enfermos por falta de recursos. El señor que regresó a Acapulco porque no puede pagar los 4 mil pesos que le cobran por atender a su esposa y que dice que necesitaría robar para conseguirlos, la madre que no podrá pagar la operación de su bebé.
Ah, pero el anuncio salió en todas partes, la gente lo creyó “a partir del primero de enero, la población recibirá atención y medicamentos de manera gratuita”. Golpes de propaganda (inmoral): esto no ha sido así, como están documentando los medios. No, no tienen escrúpulos los políticos en turno: no los tenían antes, no los tienen ahora, desesperados por crear una imagen positiva, aunque falsa, del gobierno al que sirven.
Tampoco los tienen los propagandistas serviles del Presidente que intoxican la conversación pública y que son capaces de escribir cosas como “por primera vez no habrá cuesta de enero” “la justicia social llegó”, “las necesidades médicas son cubiertas ahora que el neoliberalismo murió”, que lucen como burlas crueles para aquellos que padecen la realidad.
Cada vez más, es evidente que hay una brecha entre la realidad de la propaganda electrónica gubernamental y la realidad de la gente de a pie. Esto se explica porque muchos propagandistas gubernamentales virtuales son, como siempre, parte de la élite privilegiada por el gobierno. No tienen empacho en arrogarse el derecho de hablar en nombre de “los pobres”, los han convertido en recurso retórico, así como a “el pueblo”, esa ficción argumentativa con la que borran identidades precisas y hasta las desacreditan. Pequeños funcionarios arrogantes de la CdMx, pequeños funcionarios arrogantes del Gobierno federal, que usan twitter como su plataforma de promoción personal: llegaron al gobierno sin méritos, por arreglos cupulares, amistades de grupos. O grandes funcionarios que han convertido a las cuentas institucionales del gobierno en cuentas personales de los secretarios, como es el caso de la cuenta de twitter de la Secretaría de la Función Pública que se dedicó a “apoyar” a la Secretaria Sandoval ante las críticas por la indefendible exoneración del Secretario Bartlett, mientras ella, en su cuenta personal, escribía tweets atacando a analistas y periodistas críticos tildándolos de “mezquinos ataques de los mismos de siempre” que “me hacen lo que el viento a Juárez” al tiempo que recomendaba, públicamente y como si nada, un artículo de la Jornada en el que la defendía, vigorosa y apasionadamente... su marido. Así la nueva institucionalidad.