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"OBSERVATORIO"

"Coronavirus, la aparente pesadilla. Ensayo fallido de nuestra distopía"

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OBSERVATORIO

    alexsicairos@hotmail.com

     

    Érase una vez un México donde todo sucedía al revés. La multitud salía a la calle para adrede contagiarse de la pandemia, a la gente se le cuidaba de ella misma y no de los facinerosos a través de numerosos operativos policiacos, los médicos ocuparon los lechos de los enfermos y los políticos, sin saber de qué hablaban, llamaron a los ciudadanos a la despreocupación debido a que el problema era transitorio y la enfermedad sería derrotada sólo con discursos y con la fe del pueblo en el líder y los “detente” que éste blandía ante el devastador mal enemigo.

    La distopía del Siglo 21 había llegado acompañada de modos y libertinajes de comunicación que configuraban el griterío donde todos oían ruido, estruendosos augurios, pero a la vez ninguno escuchaba nada. Los contagiados, los muertos y los que seguían de infectarse se empujaban para quedar al final de la fila, sin embargo, lo que lograban era ponerse al frente de la hilera.

    Muchos de los habitantes de las ciudades se encerraron en sus casas a enfrentar sus otros yo. A unos cuantos el Ejército y Policía les declaró la guerra por imprudentes solamente porque que en la noche de la víspera tuvieron la alucinación de ser revestidos con el blindaje contra un virus de a mentiras. Para colmo, el País se dividió entre los providencialmente inmunes y los infortunadamente vulnerables.

    Fue entonces que se perdió la fe en la ciencia médica y la charlatanería tomó el lugar de las eminencias en asuntos de salud. En tanto, la población pensaba que era el momento de la rapiña y dejó vacíos los estantes de las pantallas planas y repletos los anaqueles de los alimentos de primera necesidad.

    ¿Cómo pasó esto si antes el pueblo feliz era feliz? Había agua limpia para derrochar, electricidad para conectar mil aparatos a la vez, ríos que ágiles transportaban los desechos de las ciudades, mares que seguían serenos frente a la furia destructiva de los predadores, bosques que proporcionaban leña, fauna que esquivaba la cacería feroz de los humanos y aire fresco para llenar los pulmones con seis litros cada minuto. ¡Había bastante y para todos!

    Además, era demasiado fácil darle la vuelta al mundo en 10 minutos sin dar un paso fuera de casa. Inclusive llegar a la luna, explorar cavernas en marte, comprar productos a mil kilómetros de distancia o hacerse presente en tercera dimensión en otro continente, sin trasponer el quicio de la puerta de salida de los domicilios. ¿Cómo, si la raza humana lo había conquistado todo, no se previó el inaudito retorno a la era de las cavernas?

    Pero es que el tiempo maldito llegó de súbito. Las familias disputaban el agua aunque fuera un poco para lavarse las manos, el fluido eléctrico se reservó para que funcionaran los hospitales, los médicos se convirtieron en seres escasos disponibles únicamente para circunstancias de emergencias, las plazas perdieron el bullicio y la vía pública vio apagarse el pregón de sus vendedores. Hasta hubo quienes ofrecieron su reino a cambio de un cubrebocas.

    Más allá, en lo otrora imperceptible, sucedió un prodigio que a nadie de los que temían morir les llamó la atención. Los ríos y mares fueron abandonados por las personas y repoblados por los animales; las arboledas comenzaron a brotar sin serruchos que las talaran, el cielo perdió el manto negro de la polución, los recursos naturales fueron revalorados con mejor cultura del medio ambiente y las razas, fronteras e idiomas desvanecieron porque cualquiera era igual a otro cuando el peligro se tornó lo más equitativo posible.

    Y sucedió lo impensable. Los hechiceros de la comarca divulgaron la revelación divina de que el virus atacaba y mataba solo a los ricos. Y a los viejos. Los niños, jóvenes y adultos no tan mayores lo creyeron y salían como si fueran a un soleado y esterilizado día de campo. Los guardias por su parte vociferaban lo devastador de la malaria y los pobladores se reían, a carcajadas, de tan apocalíptica advertencia. Los encerrados salieron de sus refugios, los incrédulos se proclamaron dueños de la verdad y las calles. La bruja Susana Cercanía los recibió a todos con los brazos abiertos y con besos en las mejillas.

    Llegó el día en que todos enfermaron. La epidemia de insensatez fue más letal que el virus de la muerte. Desde sus casas, con los contagiados gritando de dolor, los muertos abandonados en las esquinas, los sabios viejos extinguidos, los médicos hospitalizados en estado grave, las fábricas en bancarrota y los changarros extintos, un rugido unánime preguntó por los culpables y exigió colérico el castigo sin clemencia.

    ¡Fue el gobierno!, gritaban unos. ¡Fueron los médicos, vociferaban otros. ¡La Policía no hizo lo adecuado!, clamaban los demás. ¡Dios nos abandonó!, expelían los profetas. A la mañana siguiente el silencio y la paz lo borró todo. La aparente pesadilla había terminado y cada cual continuó con su vida, como si el mal sueño no lograra dejar alguna moraleja.


    Reverso

    Le es permisible a la fiebre,
    Divagar sobre la vida nueva,
    Y aún cautiva en la cueva,
    Localizar el punto de quiebre.


    Mini ficción de lo real

    Juan llegó a su casa y les dijo a su esposa e hijos que ya no trabajaría más porque debía protegerse del coronavirus. “¿Y qué comeremos mañana?”, le preguntó su mujer. “¡Qué importa, papá, si no comemos, pero no dejaremos que enfermes!”, le dijo el retoño mayor. El hombre se sacó del bolsillo unas monedas y las desparramó sobre la mesa. Nomás les alcanzó para el siguiente día y en los demás pudo más que el hambre el sacrificio para salvar al jefe de la familia. Unos dicen que los López murieron por Covid-19, pero eso es fake news: murieron de amor.