Hace 45 años salió de su natal Actopan, en Hidalgo. Su talento es hacer muy bien el pulque y su súperpoder, preparar la barbacoa como los meros dioses. Pero aquí en Mazatlán “solo echa bola”.
Vivió en la Ciudad de México. “Ahí mero joven”. ¿joven?, ahí mero, en la calle de Motolinía 27. Por un tiempo vendió billetes de lotería en Ayuntamiento 52, afuera de la XEW; “una vez le vendí un billete al profesor Jirafales y en otra a Juanello, aquel que cantaba Espejismo de amor, pero luego le invertí a la merca de globos en la Alameda, luego fui ayudante de cilindrero, afuera del Bar La Ópera”.
Usted no sabe, cansa eso de andar cargando el cilindro y el palo grueso que antes se usaba, ahora lo trasladan en un carrito, así qué chiste. Yo llevaba música por dentro y por fuera, aunque mi rostro me hace ver muy serio. Soy otomí con cara de cabeza olmeca.
En una factoría, muy joven me lastimé la espalda y por un tiempo trabajé con un cajón de bolero y me fue tan bien que le seguí en eso de darle lustre al calzado. Me iban a ascender en la factoría, pero por esos días uno de mis amigos cayó en el crisol y el pobre ahí se fundió; solo vimos cómo entre el material al rojo vivo flotante quedaron unas partículas negras, como impureza, que era la único que restó de él
Los ingenieros tuvieron a bien avisar a la familia que esa placa de metal no se iba a comercializar por respeto al obrero caído en su desempeño y me consta, porque años después, cuando la factoría se desmanteló, vi esa placa puesta de pie en un muro del fondo, ahí olvidada.
La señal de que iba a matarme algún día como mi amigo e irme sin dejar huella, me hizo pedir mi cambio y ahí me dediqué a la plomería, de ayudante. No fui plomero porque solo reparaba fugas, pero ese trabajo me sirvió para mis últimos días en mi etapa cabaretera.
Aquí donde me ve, la ciudad no me gustó y los aires pachuqueños, pos me echaron para Mazatlán.
Antes me iba requetebien, sacaba mi buena firula, me daba el lujo de llevar a mi princesa maya de turno al salón de baile, a tomar un helado de limón y comer pastes en la esquina del reloj, con un refresco Titán de tamarindo.
Con mi cajón de bolear me fue bien un tiempo. Logré ubicarme frente a unas oficinas de gobierno, en ese tiempo no se pagaba cuota y los burócratas eran mis clientes, muchas de las personas venían a tratar asuntos, pero primero pasaban a que les diera “bola” para lucir presentables, ahí estaba “la pachocha”.
Se creía que el olor del zapato recién boleado daba un perfume de poder, era muy rico el olor de la crema del Oso Blanco. Después llegaron los zapatos de hule y mermó la ganancia, luego llegaron los lona o mocasín de gamuza, pos más pa abajo la lana y se perdió la moda, el cariño, el romanticismo, todo el estilacho.
En esa época, antes de ir con la novia, los hombres pasaban a darse bola, se peinaban, se envaselinaban, llegaban ‘echando tiros’, todos eran un tigre para el mambo, ahí nomás, ahora van bien chachalacos como Querétaro las pirinolas.
Todo eso pasó a fregarnos, bajó mucho, pero mucho la ganancia, ahora puro tenis, llegan con la novia, sin agujetas, con el pantalón a media pompa y como leones: oliendo a chiquero y sin peinarse, ¿no joven? ¿no cree usted?
Nosotros íbamos a los bailes, atendíamos a la noviecita santa, la llevábamos de vuelta a su casa y hasta un café con pancito nos invitaban los futuros suegros. Hoy están todos lelos, con el teléfono en la mesa, viendo a la nada, drogados, viendo mensajes, riéndose como zombies.
Me gusta Mazatlán. Tanto que no me ha quitado lo chilango. Solo pido que el Covid me permita volver algún día a despedirme de mi tierra y regresarme a seguir siendo patasalada.