Juan Alfonso Mejía López
juanalfonsomejia@hotmail.com
@juanalfonsoML
Vivimos momentos inéditos en la historia de nuestro país. Todavía no existe certeza hacia donde nos dirigimos, pero sabemos que algo está cambiando. El tsunami del 2018 pareciera ser una elección más, pero la dinámica del poder acusa de una transformación mucho más profunda.
México sigue siendo un país federalista, pero la concentración del poder en el nivel federal es cada vez más notoria (la discrecionalidad en el manejo presupuestario es un buen ejemplo); la división de poderes sigue estando presente, aunque en realidad da la impresión de ser ilusoria (los diputados hacen lo que dicta el Ejecutivo); los partidos existen, si bien es cierto que por el momento parecen incapaces de aglutinar intereses, mucho menos de dar voz a buena parte de ellos (¿dónde esta la oposición?; no se ve, no se nota y no se siente); las instituciones están vigentes, pero la personalización del poder los arrastra (las decisiones se toman en una asamblea popular, con alzar la mano es suficiente para decretarlo); el Estado de Derecho no se entiende desde la perspectiva de lo que es legal, sino de la interpretación que en ese momento se haga de la justicia (si la ley me parece injusta, hay que violentarla y eso puede ser suficiente para que la legitimidad se sobreponga a cualquier legalidad).
Algunos de los ejemplos expresados en el párrafo anterior son suficientes para que más de un observador de la vida pública se atreva a hablar de una regresión democrática, lo que para otros se reduce a una auténtica democratización del poder político con su consecuente liberación social.
Quizás todavía es “temprano” para decantarse por una u otra interpretación; quizás la transformación del “ancien régime” no es necesariamente negativo para la mayoría de los mexicanos, los abusos y los excesos cometidos en el pasado reciente fueron demasiados; quizás quienes participaron en el proceso de pluralismo democrático en el país nunca imaginaron una involución de esta naturaleza en tan corto plazo, con la consecuente reproducción de la hegemonía en un sólo partido o bien, movimiento. Quizás, quizás, quizás...
En medio de tantas dudas, tengo una certeza: mientras lo viejo no termina por morir y lo nuevo no termina por nacer, cualquiera de las interpretaciones aun está a tiempo de moldear la historia a su convicción o si se prefiere, a su conveniencia. No estamos ante el principio del fin; más bien, me inclino a pensar que todavía esta en juego el fin del principio.
La historia la escriben los vencedores, es una máxima por todos conocida. Quienes fueron partícipes de la “ola morenista” dicen que, si ellos ganaron por qué habrían de gobernar como los que perdieron. La victoria electoral les da la posibilidad de modificar los engranajes del sistema, ¿por qué no habrían de hacerlo?
Con los votos como su máximo referente, se dan a la tarea de anteponer la voluntad presidencial frente a la decisión de construir o no un aeropuerto, de combatir a su manera el crimen organizado, de replantear los programas sociales sin ningún diagnóstico de por medio; de interrumpir cualquier política pública con el único sentido o sensación de hacerlo “diferente”, probablemente con un interés de clientelismo político, sin importar a futuro su efecto sobre la población, como las estancias infantiles, por citar uno de ellos.
La divisa electoral los llevó a contar con una franca mayoría en las cámaras, ¿por qué no replantear el poder de los organismos autónomos? ¿para qué quieren un Instituto Nacional Electoral que cuesta dinero si está claro de qué lado está la voluntad popular?; la coyuntura y los equilibrios les da posibilidad de modificar la conformación del Poder Judicial, ¿quién se atreve a impedírselos, sobre todo esos magistrados tan vinculados con la impunidad del pasado?; el control del presupuesto les permite decidir a quién sí y a quién no le asignan dinero, tomando en cuenta que una gran cantidad de recursos podrían ser ejercidos sin necesidad de reglas de operación, y así uno tras otro. Al final de cuentas, ellos ganaron.
Quienes no comparten la lógica anteriormente descrita, todavía se debaten por entender lo sucedido. Curiosamente, una interpretación política-social para salir de este impase nos lo da la historia; ante lo “inédito” del fenómeno, la historia es un referente, no para entender como llegamos aquí, pero sí para imaginar un camino como respuesta ante lo que sigue.
Los enclaves territoriales son una perspectiva dentro de la confrontación del juego democrático. Existen divisiones latentes en nuestra sociedad que anteceden, por mucho, el conflicto político. Los resultados electorales o, la configuración del poder, son resultado de esta confrontación.
En México, la división entre el Centro y la Periferia data de hace mucho tiempo; los intereses de lo local fueron aquellos que confrontaron la hegemonía del régimen priista que duró 70 años, durante la edificación del proceso de la alternancia en los ochenta y los noventa. El Partido Acción Nacional fue “la punta del iceberg” visible, pero detrás de la organización de este partido estuvieron los intereses de los horticultores del norte, de los católicos del centro, de los independentistas del sur, como Yucatán. En el fondo no era el PAN, era la periferia harta de la visión excluyente originada en la Ciudad de México.
El “Nuevo PRI” identificó muy bien este proceso, tanto que durante doce años de 2000 a 2012 los gobernadores de este partido se convirtieron en los barones de este instituto político. Fincados en los poderes de la periferia, arrebataron nuevamente el poder que de manera efímera ejerció el partido fundado por Manuel Gómez Morín.
Peña Nieto tuvo claro cómo llegar al poder y cómo permanecer en él, no en balde cooptó a la oposición de los estados a lo largo y ancho del territorio nacional. Todo habría salido bien, de no haberse propasado al momento de ejercer su dominio.
Nuestro actual Presidente de la República conoce empíricamente esta división, por eso nunca dejó de recorrer el país entero y lo sigue haciendo, por tierra y desde afuera hacia el centro. Al momento de levantarse con la victoria, lo primero que hace es buscar acallar la presencia de las provincias, de los estados, de los municipios para mantener el poder, gracias al control que pueda ejercer desde arriba y desde el centro.
En pocas palabras, la historia nos dice que este fenómeno “inédito” esté lejos de ser novedoso, pero necesitamos aprender a verlo con otros ojos; el futuro de la 4T se va a disputar en la calle, literalmente, afuera de nuestra casa: en lo local. La Presidencia de la República estará, otra vez, en la conquista de los municipios, las gubernaturas, los congresos locales, los distritos y así sucesivamente, hasta disputar los equilibrios de la Presidencia de la República.
Dejaremos para otra entrega la evidencia que ya se presenta a propósito de esta visión en las pasadas elecciones registradas en estados como Baja California, Puebla, Aguascalientes, Durango y Tamaulipas. Pero esa, es otra historia.
Que así sea.