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"Opinión"

"Capturar al malhechor o salvar al inocente"

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    pabloayala2070@gmail.com

    Ni el Presidente de la República, ni el Gabinete de Seguridad tenían dudas con relación a lo que éticamente debía hacerse. Por impopular que resultara, su voluntad estaba claramente alineada al principio que articula el utilitarismo defendido por John Stuart Mill: asegurar el mayor bien del mayor número. Hicieron de tripas corazón y actuaron siguiendo al pie de la letra su consejo, tal como lo dejó en claro en su mañanera López Obrador: “se tornó muy difícil la situación, y estaban en riesgo muchos ciudadanos, muchas personas, muchos seres humanos, y se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo con eso, porque no se trata de masacres, porque eso ya se terminó. No puede valer más la captura de un delincuente que la vida de las personas. Ellos tomaron esa decisión y yo la respaldé. Hubo una reacción muy violenta [por parte del grupo delincuencial], y se ponía en riesgo la vida de mucha gente. Esta decisión se tomó para proteger a los ciudadanos”.

    Fue por esta razón moral, la protección de la ciudadanía que estaba en pánico, que el gabinete de Seguridad decidió liberar al hijo de “El Chapo”, Ovidio Guzmán, uno de los líderes del Cártel de Sinaloa. La decisión sentó a propios y extraños como patada de mula; a otros les pareció la salida menos mala. Ante los efectos de una estrategia de patrullaje militar fallida, ¿podían el Gabiente de Seguridad y el Presidente haber hecho otra cosa? ¿Tenían otras salidas razonables? ¿Mientras se incendiaba la ciudad podían haber resistido la llegada de más y más y más sicarios, sin verse obligados a liberar su presa de caza? ¿Ver la patrulla militar despedazada por la furia del narco era la prueba irrefutable para que la ciudadanía, oposición y opinión pública recuperaran la confianza en López Obrador y el Ejército? ¿Este acto de “valentía” estéril haría que a partir de ahora todos los cárteles y malandrines pusieran sus barbas a remojar? ¿Retener a Ovidio Guzmán, sin importar las consecuencias en términos de víctimas humanas, era la oportunidad de AMLO para demostrar que es capaz de dar más balazos que abrazos? ¿Replegarse cuando el enemigo va ganando la batalla, no forma parte de una estrategia militar? ¿Alguien sabe cuáles fueron las amenazas que vociferaron Ovidio Guzmán y sus secuaces al momento de su captura? Y si al cierre de calles y quema de camiones urbanos y coches, venía la incineración de hospitales, escuelas, comercios, cines, casinos e iglesias? Total, ya no había mucho que perder. ¿Se imagina qué hubiese sucedido si esto último hubiera pasado? ¿Había algo más razonable que hacer que proteger a miles y miles de personas inocentes? ¿Qué debía hacer el Presidente? ¿Aguantar otros 20 o 30 minutos esperando la llegada de más refuerzos? ¿Qué hubiera sucedido en la ciudad durante ese tiempo? ¿Qué decisión hubiera sido la correcta? Más aún, ¿la justa?

    A decir de un utilitarista icónico como John Stuart Mill, quien actúa movido por una racionalidad ética, busca que prevalezca un cierto estado de cosas en el que todos fueran tan felices y estuvieran tan bien como fuera posible. Para lograr tal condición es necesario actuar “conforme al principio de la mayor felicidad [...] el fin último, en relación con el cual y por el cual todas las demás cosas son deseables (ya estemos considerando nuestro propio bien o el de los demás), es una existencia libre, en la medida de lo posible, de dolor y tan rica como sea posible en goces”. Visto de esta manera, ¿acaso alguien, que presuma de cierta cordura, podría oponerse a liberarse del sufrimiento y acceder a aquello que le produce felicidad? ¿La mayor felicidad consistía en resisir el desconcierto, ansiedad y temor a ser acribillado en una calle cualquiera?

    El utilitarismo clásico, como señala James Rachels, “se resume en tres proposiciones: primera, las acciones se juzgan como correctas o incorrectas solamente en virtud de sus consecuencias. No importa nada más. Segunda, al evaluar las consecuencias, lo único que cuenta es la cantidad de felicidad o infelicidad que se crea. Todo lo demás es irrelevante. Tercera, la felicidad de cada persona cuenta por igual”.

    Aplicando cada proposición a la pesadilla vivida en Culiacán, la cuestión quedaría del siguiente modo: lo correcto era evitar que el mayor número de personas sufriera las consecuencias derivadas de la torpísima estrategia utilizada por la patrulla militar; total, no sería la primera vez que un gobierno soltara a alguien de la calaña de este rufián, con la diferencia que esta vez que el rifirrafe se dio a las 15:20 horas casi en pleno centro de la ciudad. En segundo lugar, y aunque no hay completa claridad al respecto, el saldo en víctimas fue de 10 fallecidos, 21 heridos y miles en pánico; todo ello sin contar los daños materiales y pérdidas económicas de ese día y las secuelas derivadas del día siguiente por los comercios cerrados, transportes detenidos, escuelas y centros de trabajo paralizados hasta nuevo aviso. Haber retenido al malhechor hubiera generado un pánico generalizado no solo en la ciudad, sino en el país entero. Tercero, más allá del lugar que se ocupe en la sociedad, como dijo Stuart Mill, “la felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es correcto en una conducta no es la propia felicidad del agente, sino la de todos los afectados. Entre la felicidad personal del agente y la de los demás, el utilitarista obliga a aquél a ser tan estrictamente imparcial como un espectador desinteresado y benévolo”. Seguro al pequeño grupo de militares que capturaron a Ovidio Guzán no les produjo ninguna sensación placentera liberarlo, pero los miles que no resultaron dañados hoy, quizá con una mueca torcida, están vivos y seguirán siendo felices para poder contarlo.

    Y aunque desde un paradigma utilitarista clásico la decisión del Presidente y del Gabinete de Seguridad resulta éticamente justificable, ésta deja al descubierto un sinfín de despropósitos, comenzando con la actitud presidencial respecto al problema de la inseguridad en México.
    Si de veras es cierto, como dijo, que “lo más importante es que no haya muertos, lo más importante es que haya paz”, el Presidente debe dejar de payasear con sus fuchis y guácalas, evitar alardear minimizando la gravedad y complejidad del problema y reconocer que el narco, en el momento que le dé la gana, puede poner de rodillas a una ciudad entera.

    El Presidente debe tener en cuenta que no todo son las consecuencias; también importan, y mucho, los medios que él y su Gabinete de Seguridad utilizan para obtener los resultados que, para nuestra felicidad y por justicia, esperamos las y los ciudadanos. La vida nos va en ello.