@Giorgioromero
SinEmbargo.MX
Desde el principio de su Gobierno, López Obrador dejó clara su animadversión por los organismos constitucionales autónomos que fueron surgiendo durante las últimas dos décadas como parte del desarrollo institucional de la pluralidad democrática. Su concepción de la democracia como la expresión de la voluntad general que encarna en la personalidad del líder es incompatible con la idea liberal de desconcentración del poder, de la rendición de cuentas y de la existencia de contrapesos que eviten el poder omnímodo.
A dos años de Gobierno, ha quedado claro que el Presidente de la República entiende la democracia de manera muy parecida a las versiones vulgarizadas del pensamiento de Rousseau a las que tanto criticó en su tiempo Benjamin Constant por ser propicia al surgimiento de la tiranía de la mayoría. Para él cualquier límite institucional a su poder no es otra cosa que un obstáculo a vencer.
Esta visión del poder es compartida por buena parte del círculo más cercano al Presidente: cada vez que las huestes de propagandistas oficiosos del Gobierno salen a apalear opositores con el argumento de los 30 millones de votos se evidencia la idea predominante en buena parte de la coalición gubernamental de que la mayoría electoral obtenida en 2018 les ha conferido el derecho de aplastar a las minorías, de denostarlas noche y día y negarles cualquier legitimidad democrática. En un debate radial en el que participé cuando se cumplía un año de la victoria de López Obrador, uno de los intelectuales -es un decir- del Gobierno, ahora famoso por cobrar sumas sustanciosas por sus andanadas propagandísticas en la televisión pública, me espetó que ellos habían ganado la hegemonía a través del voto.
¿Qué quería decir el arrogante jilguerillo con ese aserto de aires gramscianos? Pues algo así como que habían concretado la toma del poder, no con el asalto violento al Palacio de Invierno sino gracias a un aluvión de votos que los legitimaba de una vez y para siempre. La elección de López Obrador habría sido el momento del nacimiento de una nueva hegemonía de una vez y para siempre. Para el Presidente y su corte el triunfo electoral no fue la expresión de un ánimo social acotado en el tiempo, sino la concesión de un mandato para hacer tabla rasa del pasado e instaurar un nuevo orden basado en la soberanía indivisible del hombre providencial.
Hay detrás de estas concepciones una mala digestión de las teorías políticas que se enseñaban en las universidades públicas mexicanas en los años 70 del siglo pasado, cuando López Obrador estudió la carrera. Entonces todo aquello que tuviera que ver con división de poderes, límites al poder del Ejecutivo o democracia representativa y pluralista era visto como expresiones de la democracia burguesa, una forma de simulación que evitaba la instauración de la auténtica democracia, la que implicaba una toma del poder por el pueblo. En su versión más leninista, la auténtica democracia no podía ser otra que la dictadura del proletariado, ese gobierno de la mayoría cuyo objetivo sería eliminar a todos los enemigos del cambio verdadero. No dejo de oír ecos de esa lógica discursiva en las peroratas matinales del Presidente y en los alegatos de muchos de sus validos.
En esa concepción del poder, cualquier organismo que limite la voluntad transformadora del gran líder no puede ser más que ilegítimo, pues seguro responde a los intereses de los enemigos del pueblo. Cualquier contrapeso es entendido como un obstáculo para la realización de la voluntad transformadora. López Obrador concibe al Estado como monopolio y a la soberanía como indivisible. Por eso no puede aceptar que la democracia constitucional implica entender al Estado como un espacio de construcción de coaliciones, donde las diversas expresiones de una sociedad plural negocian y pactan reglas del juego y políticas públicas.
De ahí que López Obrador vea a los organismos constitucionales autónomos como aberraciones que menguan la capacidad soberana del gobernante. No entiende la relevancia de su carácter técnico especializado, de sus sistemas de profesionalización y de los mecanismos de nombramiento de sus órganos de dirección, que implican la formación de coaliciones políticas más amplias que las determinadas por una mayoría electoral. Si la oposición es ilegítima porque representa los intereses de los enemigos del pueblo, si esta está moralmente derrotada, como repiten sus corifeos, entonces cualquier proceso que requiera de su consenso debe ser desterrado.
Cada vez que escucho la cantinela lopezobradorista que concibe a su Gobierno como un hito histórico a la altura de las grandes transformaciones enaltecidas por la historia caricaturesca de las estampitas de papelería, me da la impresión de que se basa en la idea de que este Gobierno no se puede agotar en seis años. López Obrador habla como si sus políticas no estuvieran necesariamente acotadas por la temporalidad de su mandato, como si sus acciones tuvieran la capacidad de trascender a su sexenio. De ahí que quiera construir un Estado a la medida de su enorme voluntad de poder, sin límites, sin restricciones técnicas, sin engorrosos procesos de transparencia, sin fastidiosas licitaciones. La grandeza de su visión no puede estar limitada por esas trivialidades burocráticas. Nada de especialistas que le traten de mostrar una realidad diferente a la de la visión que guía su misión. Necesita todo el poder para concretar su grandeza histórica.
Me temo, sin embargo, que vive un delirio. No veo en su coalición la fortaleza necesaria para la trascendencia y confío en la fuerte institucionalización de la no reelección presidencial como límite a sus aspiraciones de concentración del poder. La grandilocuente cuarta transformación acabará por ser uno más de los eslóganes sexenales que quedarán en el olvido cuando su promotor abandone la Presidencia, incluso si logra decidir su sucesión. Sin embargo, en el camino habrá hecho una terrible labor de demolición que dejará meros escombros y, cuando mucho, alguna estructura contrahecha.