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"Opinión"

"Antes de la dignidad debemos hablar de la compasión"

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    Reconozco que José Antonio Marina no es un filósofo que me simpatice del todo, sin embargo, en esto estoy completamente de acuerdo con él: “Los periódicos están llenos de horrores. La historia también. Hitler, Stalin, Pol Pot, [Trump, el Chapo Guzmán, el Mayo Zambada, Javier Duarte, Salinas de Gortari, Peña Nieto, los hermanos Moreira,] y muchos otros deberían formar parte de un retablo maldito que no olvidáramos nunca. [Por ello], resulta incomprensible que ante tanta maldad, ante tanto comportamiento indignante, afirmemos que todos los seres humanos están dotados de dignidad, es decir, de un valor intrínseco, independiente de sus actos, de su barbarie, de ese inicuo refinamiento de la crueldad”.

    Piénselo con calma y verá que la cuestión no es fácil de resolver. ¿Qué le confiere dignidad a alguien que es capaz de violar a una mujer, descuartizarla y meterla en una bolsa que al anochecer esconderá en un rincón de un lote baldío? ¿Cabe decir que un sicario que “pozolea” a sus víctimas y oponentes, es poseedor de una dignidad humana? Alzarse contra de la ley del talión para violadores, narcotraficantes que desmiembran cuerpos o padres que obligan a sus hijos a pedir limosna en las calles o prostituirse, como dice Marina, “¿no va en contra del sentido común contra la sana indignación ante el salvajismo, contra el equilibrio de la justicia?” ¿Acaso no es una contradicción defender la supuesta dignidad y derechos de quienes se regodean destruyendo la vida de los demás?
    No son pocos los que defienden que, independientemente de quién sea y lo que haga, todas las personas tienen dignidad. Sin embargo, ¿cómo digerir esta idea sin indigestarnos con ella?
    Mi admirada y querida Adela Cortina, en su libro Ética de la sociedad civil, dice que “Tras un minucioso proceso de análisis de nuestra conciencia moral llega Kant al reconocimiento de que toda persona es absolutamente valiosa, es decir, valiosa en sí misma y no para utilizarla para fines cualquiera. Lo cual significa que quien desee comportarse racionalmente ha de tratar a cualquier persona como un fin en sí misma y no instrumentalizarla como un simple medio. Por eso las personas no pueden intercambiarse por un precio, sino que son únicas, insustituibles: tienen dignidad y no precio. Ese valor les viene de darse a sí mismas leyes, es decir de su autonomía, por la que pueden hacerse a sí mismas. Y en esa capacidad son iguales. Si alguien está imposibilitado para ejercerla por obstáculos biológicos –minusvalías, taras–, eso no menoscaba en absoluto su dignidad: es igualmente respetable. Pero lograr que cada persona pueda realizarse igualmente en su autonomía y elegir su modo de ser feliz requiere, como condición indispensable, la solidaridad de todos. Es decir, que los más fuertes ayuden a los más débiles, y que cada quien ponga lo mejor que pueda de su parte para que todos quedemos beneficiados”.
    Sin embargo, si vemos con algún detalle “el retablo maldito” al que hice mención líneas arriba, caeremos en cuenta que al ser tan escurridiza y difícil de ver en nuestra realidad, la dignidad no logra escapar y superar la idealidad, no puede despojarse de su condición metafísica, no encarna en la realidad, en la inmanencia, en lo fáctico de nuestro día a día, por ello, aunque muchos filósofos aseguren que reside-en-cada-una-de-las-personas, en ciertos contextos y realidades la dignidad no pasa de ser una noción abstracta, un ideal normativo, una aspiración, un sueño propio de los mundos poblados por ángeles, de ese paraíso donde cobran sentido el respeto universal y la actuación conforme a los imperativos categóricos del “ningún ser humano debe ser tratado solo como medio” o “las personas tienen infinito valor porque tienen dignidad y no precio”.
    El problema es que no vivimos en el paraíso. Más aun, el nuestro es un mundo donde la injusticia, la mentira, la traición, la avaricia y el abuso sobre el débil están a la orden del día. ¿Cabe, pues, continuar defendiendo que todas las personas tenemos dignidad, cuando la norma es actuar en contra de ella?
    Coincido con José Antonio Marina en el hecho de que “no hay que precipitarse, porque el concepto de dignidad está sirviendo de fundamento a muchas concepciones éticas y jurídicas, y ya vivimos bastante al descampado para prescindir alegremente de un posible cobijo”. Sobra decir que como eticista considero que la dignidad nos permite “cobijar” y dotar de humanidad muchas de nuestras aspiraciones y formas de relacionarnos con los quienes nos rodean. Aspiramos a tener un hogar, empleo, condición de vida y relaciones dignas con los demás. La dignidad nos sirve como referente de humanidad; es una medida de moralidad, de ahí su relevancia y utilidad práctica.
    Mi punto es que en contextos como el nuestro (mexicano, latinoamericano), antes de defender a capa y espada la dignidad, deberíamos hablar y traer a la mesa de discusión al reconocimiento, la compasión y la empatía, las cuales considero como la antesala de la dignidad. Va un ejemplo para aclarar mejor esta idea.
    Traiga a su memoria la imagen de alguna drogadicta sin techo que se prostituye en las calles del centro de la ciudad. El trato conferido por transeúntes, clientes y policías, no necesariamente es el que se le da a alguien a quien se considera digno. Hay quienes solo le ven como un instrumento para satisfacer un impulso sexual o como una compradora segura de la droga que requiere para sobrellevar su enfermedad. Así que de dignidad poco o nada. ¿Qué tendría que suceder para que los demás se la concedieran o, mejor dicho, se la reconocieran?
    El proceso comenzaría en el momento que esos actores se vean reflejados en los ojos de ella; cuando puedan descubrirse a sí mismos en las pupilas de esa mujer; cuando comprendan que ella, desde su vida en la miseria, les refleja su propia vulnerabilidad, la fragilidad que acompaña y configura su cuerpo y emocionalidad, su humanísima incapacidad para sostener las promesas, controlar muchos de sus impulsos y emociones... Por ello, si aquellos se piensan como personas con una cierta dignidad, resulta necio e inútil intentar no reconocérsela a esa pobre prostituta, porque es desde ella donde ellos se reconocen como personas.
    El siguiente paso en la configuración de un andar ético, sería la compasión, la cual como dice Joan-Carles Mèlich, entenderíamos como “nuestra respuesta a la demanda del otro en una situación de radical excepcionalidad”, es decir, de quiebre, de desfondamiento, de la misma inseguridad radical que aqueja y atenaza a millones de personas que se las ven día a día con el hambre, la pobreza, el dolor físico y emocional, el desamparo. En este sentido, nos recuerda Mèlich, “vivir éticamente, es estar expuesto y atreverse a responder al otro y del otro. [...] [De esta forma], la situación ética no aparece porque sepa con seguridad que debo hacer, cómo resolver una situación, cómo encaminarla, sino porque nunca estoy lo suficientemente seguro de saberlo. Los seres humanos vivimos en situaciones en las que la pregunta ¿qué debo hacer? no coincide, ni podrá coincidir nunca, con la pregunta ¿qué puedo hacer? [De ahí que] Una ética de la compasión descansa sobre una antropología corpórea, sobre una antropología de los sentidos corporales, del tacto, de la mirada, del oído, del gusto, del olfato, sobre una antropología de la piel y la carne”.
    La ética de la compasión, entonces, más que próxima al deber, la equidad, la argumentación o las capacidades, tiene que ver, como dice Mèlich, con “la sensibilidad frente al dolor del otro, sea humano o no, con la respuesta al sufrimiento en un ámbito íntimo, dual, cara a cara”, que servirá de antesala a otro sentimiento moral: la empatía, y del que hablaré con detenimiento en otra entrega.
    pabloayala2070@gmail.com