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"Gustavo Alatriste: el personaje, el productor"

"Todo de una pieza. Hijo de un gallero, fabricante de muebles, dueño de revistas, esposo sucesivo de Adriana Welter, Silvia Pinal y Sonia Infante; productor y director de cine."

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30/07/2006 00:00

    Carlos Aldeco

    El 24 de julio de 2006 muere en la Ciudad de México Gustavo Alatriste, a los 83 años de edad. Personaje en la aceptación antigua de la palabra, pintoresco, sorprendente, previsible (como todos, un poco más que casi todos), Alatriste consiguió demasiado, decepcionó a bastantes, perdió lo suficiente, prometió y convenció, prometió y aún siguen esperando, logró transgredir, se limitó a fondo.
    Todo de una pieza. Hijo de un gallero, fabricante de muebles, dueño de revistas (La Familia, Sucesos para todos, esta última dirigida un tiempo por Gabriel García Márquez), esposo sucesivo de Adriana Welter, Silvia Pinal y Sonia Infante; productor y director de cine, dueño de estudios cinematográficos, propietario de las primeras salas de "cine de arte"...

    Alatriste es también el productor de tres películas de Luis Buñuel: Viridiana (1961), El ángel exterminador (1962) y Simón del desierto (1965, estacionada en mediometraje por crisis económica de la producción).
    Por su arriesgada cuenta Alatriste dirige dos documentales de algún interés: Los adelantados (1966) QRR o Quien resulte responsable (1968), y el cortometraje Los privilegiados. En los documentales los testimonios prevalecen sobre la intención demagógica.
    En 1979 Alatriste dirige México, México, ra ra ra presentado como "retrato de la corrupción política del partido gobernante", y en rigor o en falta de rigor una sucesión de malos sketches. De ficción, llamémosle así, él dirige Aquel famoso Remington (1979), con él mismo como el Remington, un pistolero o promotor de entierros de Jalisco en la década de 1920, también interpretado por Jorge Negrete, Pedro Infante y Luis Aguilar.
    Asimismo, En la cuerda del hambre (1979), serie de episodios miserabilistas, Historia de una mujer escandalosa (1980), la historia de la autoviuda de Carlos Leblanc (retrato nada disimulado de Carlos Denegri), el columnista y reportero de Excélsior que emblematizó la prensa corrupta y abusiva. Luego, La casa de Bernarda Alba (1980), una adaptación de García Lorca con excelentes actrices y ninguna dirección. También, un mediometraje, Entre violetas (1973).
    Alatriste fue un improvisado universal y esto, ocasionalmente, resultó una gran virtud. Céntrese entonces su recuerdo en la leyenda contradictoria (nada malo se habla de los muertos) y en el patrocinio memorable de Buñuel.
    *                           *                          *
    Enceguecida por el tiempo sin tiempo en que habitan, Viridiana (Silvia Pinal), la joven seducida por el viejo libidinoso (Fernando Rey), que la convierte en heredera, es una mística inadvertida que no advierte las complicidades profusas entre las creencias y la sexualidad, y que al invitar a un grupo de mendigos a su casa se vuelve una institución caritativa.
    Tiene razón Buñuel: Viridiana es más virgen al final que al principio, se ha deshecho de ese fuego de la total posesión que es la entrega a la causa. Su desexualización permanente es la adhesión al orden de cosas.
    "Sabía que acabaría jugando al tute con nosotros". Pero lo hoy más apreciado de Viridiana no es su vocación-de-escándalo o sus símbolos descifrables. En 1961, cuando Buñuel la filma en España, y despierta el recelo de fariseos y censores, aún se cree en los poderes de "la blasfemia".
    Ahora, ya aclarada la confusión, se observa cuán preciso es Buñuel en sus autodelimitaciones: "Pero nunca tuve la intención de escribir un argumento de tesis que demostrara, por ejemplo, que la caridad cristiana es inútil e ineficaz. Sólo los imbéciles tienen esas pretensiones".
    Es más fácil y conveniente en el caso de Viridiana y en el de casi todos los filmes de Buñuel apartarse del desciframiento de los símbolos y acercarse al Buñuel relator de historias, la más fascinante de las cuales, según creo, es El ángel exterminador, que puede ser una alegoría del apocalipsis burgués o una metáfora de los guetos instantáneos o un símil de la fatalidad como vocación y que al margen de sus (inacabables) interpretaciones es la narración extraordinaria de un grupo de náufragos urbanos, a la deriva en una corriente tumultuosa de acontecimientos, prisioneros de la falta de alternativas (la percepción como cárcel), aislados del exterior y retenidos contra su voluntad en una residencia, de la que no consiguen salir por razones inexplicables o porque las entradas y las salidas son ya fábulas de la niñez.
    Al margen de las exégesis, el espectador experimenta la misma angustia o la misma felicidad claustrofóbica, algo en el sentido de "si entro ya no salgo, si ya no salgo nunca habré entrado". El símbolo se subordina al placer narrativo y la visión de un destino sin escapatorias toma esta vez la forma de una cena burguesa poblada de diálogos de surrealismo con moraleja. Véase el intercambio entre Blanca (Patricia de Morelos) y el coronel (César del Campo):
    Blanca: Así que, aunque es usted el coronel más joven del ejército, no es celoso de su honor ni heroico...
    El coronel: ¡Me horroriza el ruido de los cañones, Blanca!
    Blanca: Entonces, ¿la patria?
    El coronel: La patria es un conjunto de ríos que desembocan en el mar.
    Blanca: ¡En la mar que es el morir!
    El coronel: ¡Eso es! ¡Morir por la patria!
    *                           *                          *
    La secuencia de los mendigos en Viridiana. En el asalto a una residencia, un grupo de parias, inadvertidamente, reproduce el cuadro familiar y religioso por antonomasia: La Última Cena de Leonardo de Vinci (antes de El Código, conste).
    Las reacciones se multiplican. ¿Qué respuesta merecen la irreverencia y el sacrilegio? ¿Estamos ante una religiosidad ejemplar pero heterodoxa? ¿Existe el "ateísmo cristiano"? ¿Es preferible la blasfemia a la tibieza? ¿Ejerce el director su vocación de escándalo o el "escándalo" es la escenificación inocua de la rigidez moralista o de las convicciones que sólo existen si se las agrede del exterior?
    Hoy no resultan muy creíbles las respuestas de indignación devota o anticlericalismo complacido dedicados a Viridiana a principios de la década de 1960. Ni el clericalismo ni sus adversarios son los mismos.
    Pero Viridiana es un admirable relato cinematográfico. Del mismo modo, tampoco se entenderían muy bien ahora la alarma y el ultraje de quienes contemplaron en 1927 los 17 minutos de Un perro andaluz.
    Alguna vez, célebremente, André Breton le confiesa a Buñuel: "Querido amigo: ya nadie se escandaliza de nada" y, en ese sentido, quizás Viridiana es el último escándalo de Buñuel. (En otro, no deja de asombrar la lucidez de un Buñuel septuagenario).
    Pero las provocaciones de Buñuel son no lo más numeroso sino lo más evidente de una obra donde, por así decirlo, el Buñuel desacralizador agrede y ronda al Buñuel sacralizado. Si la provocación deviene cultura (y alta cultura), el genio narrativo jamás se deja atrapar en los símbolos.
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    ¿Cuál fue la relación entre Alatriste y Buñuel? La de un asombrado y un regocijado, o la de un aventurero y un sabio de aldea cosmopolita. Como sea, Alatriste resiste la andanada conservadora contra Viridiana, e inicia el rodaje de Simón del desierto, con Claudio Brook como el eremita que se instala en lo alto de una columna para mejor resistir las tentaciones del demonio.
    A mitad de la producción se acaba el dinero, ningún otro productor se atreve y Simón del desierto queda como el proyecto extraordinario de una gran comedia que de seguro debió filmarse durante 40 días y 40 noches para hacerle justicia a la mitología.
    Luego de Simón del desierto, desencantado de la industria fílmica, Buñuel no volvió a dirigir en México.