Editorial
Viajar por las carreteras chinas es un suplicio, aún y cuando se intente viajar lejos de la zona de Wuhan, los viajeros son obligados a detenerse cuando salen de su ciudad y cuando van a entrar en otra para ser escaneados en busca de síntomas febriles.
Si algún viajero tiene la mala suerte de presentar algún tipo de fiebre, inmediatamente es separado del resto de sus compañeros o familia y es escoltado hasta un hospital, donde es sujeto de revisiones interminables.
Toda persona en China es obligada a utilizar un cubrebocas y la vigilancia llega a los extremos de utilizar drones que se acercan a los desobedientes para invitarlos a utilizar el aditamento.
Y si hablamos de las personas que viven en algunas de las ciudades donde el virus se ha propagado, las condiciones superan a cualquier película apocalíptica que usted haya visto.
Millones de habitantes de la ciudades de Huanggang, Ezhou, Chibi, Zhijiang y, por supuesto, Wuhan prácticamente se encuentran en arresto domiciliario, donde sólo una persona puede salir de casa cada dos días a comprar víveres, mientras esperan a que el virus remita.
El virus comienza a escalar no solo las estadísticas de muertos e infectados, sino a afectar seriamente la vida de todos los chinos, la epidemia ha obligado a cancelar torneos deportivos de todo tipo, y los países vecinos comienzan a ver con preocupación sus propias agendas.
En Japón, que se alista para ser sede de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, la posibilidad de una cancelación no está lejana, y la Formula 1 discute hacia dentro si se debe o no celebrar el Gran Premio de China, programado para abril en Shangai.
En un mundo sin fronteras, lo que pasa en China no tarda en pasar en otros países; Europa y Estados Unidos aguardan con nerviosismo la posible llegada del virus, mientras nosotros lo alejamos con discursos y la esperanza de que nuestro sistema de Salud impida la propagación.