Editorial
El racismo le puede costar la reelección al Presidente Donald Trump y a Estados Unidos muchos años de retraso en su lucha por superar un mal endémico que no termina por resolver.
Después de décadas de lucha, de leyes, reglas sociales, el ascenso de la minoría negra en los terrenos de los deportes, el arte y hasta en la política, el racismo sigue lacerando a la nación más poderosa del mundo.
Como si fuera una maldición a la que no encuentran cura, el racismo asoma cada cuando en las calles de Estados Unidos, provocando la ira de la comunidad negra y sus simpatizantes y dejando una estela de destrucción detrás de sí.
Vale la pena revisar el artículo que escribió para un diario de Los Ángeles, Kareem Abdul Jabbar, el ex basquetbolista, comparando al racismo con el polvo en el aire, que “no se ve, pero te asfixia”.
O el dolor profundo de Michael Jordan, otra de las glorias deportivas estadounidenses, condenando el asesinato de otro negro, bajo las botas de otro policía blanco, eternizando ese desencuentro infeliz que se sigue repitiendo año con año.
Y para colmo de males, el Presidente Trump irradia amargura en las redes sociales, despotricando contra todo, pero sin condenar jamás al racismo, en ese juego perverso en el que se ha empeñado desde que asaltó el poder.
Nos gustaría decir que nuestro País no sufre de ese mal, pero sufrimos de otro muy parecido, aquí nuestro racismo es clasismo, cuando despreciamos a todo aquel que carece de riqueza.
Nuestros vecinos pagan el precio histórico de la “esclavitud”, ese vergonzoso periodo de su historia que sigue vivo en el coraje y la vergüenza de los que protestan hoy en las calles de numerosas ciudades estadounidenses.
Ojalá que aprendamos la lección y comencemos a luchar en contra de la desigualdad que lacera a nuestra propia gente.