Editorial
Los números muestran, por alguna razón, que hay una incidencia delictiva menor en Sinaloa, comparado con lo que ocurre en otras entidades.
En la narrativa oficial, es el mando del Estado el que ha permitido que ahora, en Sinaloa, se cometan menos delitos, sobre todo de alto impacto, que en años anteriores.
Y hoy, la violencia está en otras entidades, donde el discurso sigue centrado en lo mismo: en la disputa de plazas entre grupos de la delincuencia organizada que buscan el control de actividades ilícitas.
¿Qué ha hecho bien Sinaloa que otros estados no están haciendo? ¿Qué no está haciendo bien Sinaloa, aún y con esos éxitos que se atribuyen, como para que casi todos los días haya al menos una persona asesinada?
Destacar que en Sinaloa hoy hay menos violencia no tiene nada de malo, si de por medio hay argumentos convincentes que permitan entender porqué, al menos en las estadísticas, hoy se vive en la entidad una situación diferente a la de hasta hace unos pocos años.
Y razonar, en el ámbito público, qué no se ha hecho o qué se ha hecho mal, tampoco tiene nada de malo, porque eso permitiría encontrar las salidas y reenfocar los esfuerzos para contar con mejores estrategias de seguridad. Pero cuesta trabajo hablar de ello.
Pero no basta con buenos discursos, que insisten en el reconocimiento, para establecer pilares sólidos de una seguridad pública. Ni tampoco las cifras ni los recursos económicos.
El Secretario de Seguridad federal, Alfonso Durazo, destaca los resultados en Sinaloa, pero advierte, sin revelarlo, que aún hay desventajas.
Tal vez, una de las desventajas en las estrategias de seguridad es que no hay estrategia y los resultados son más que nada fortuitos.
Los gobiernos, independientemente de cuáles sean, podrán obtener mejores resultados en sus tareas si se decidieran involucrar a sus comunidades. Pero hacerlo implica tener una mayor fiscalización no solo de recursos, sino de decisiones.
Y no hay hasta ahora, gobierno que se sienta cómodo con estar siendo observado.