Rusia amontona tropas junto a la frontera con Ucrania, miles de tropas, tanques, aviones y helicópteros militares; y mientras el mundo derrocha diplomacia, da un paso para atrás y otro para adelante, Vladimir Putin lanza un cohete nuclear desactivado para meter miedo.
Los países europeos y Estados Unidos, aglutinados en la OTAN, como si fueran un club de buenos amigos, se limita a lanzar alertas, a advertir que la invasión se avecina, que el mundo está a punto de atestiguar otra guerra, una más, cuando se suponíamos que ya no habría, o por lo menos que no nos tocaría a nosotros ser testigos.
Es una guerra dura, ruda, de las de antes, con balazos reales y soldados vivos, los drones son cosa de vigilancia y espionaje, esta vez volvemos al salvajismo de antes, a la sangre y a la brutalidad cuerpo a cuerpo, a los tanques, que parecían cosa del pasado, a las ametralladoras y los cohetes, a la sinrazón y el alegato de mentiras.
Pero lo más sorprendente, acaso, es que fuera de los involucrados, al resto del mundo parece importarle poco. Seguimos en las pantallas, en los celulares, en las plataformas, en los mundos virtuales, donde también hay balas, pero donde generalmente siempre se puede volver a reiniciar el juego.
En otros tiempos, una guerra entre las potencias del mundo paralizaría los noticieros, suspendería series de televisión y telenovelas, provocaría debates y solicitudes de paz mundial.
Hoy parece no importarle a nadie, los noticieros hablan de cualquier otra cosa, nadie se preocupa, nadie siente que las balas están cerca, nadie siente ni la más mínima compasión por los que se alistan a morir en racimos.
Hay una guerra a punto de explotar en Ucrania, el corazón de Europa, y parece no importarle a nadie.