Ucrania se está convirtiendo en una lección para el mundo entero, protagonizando una guerra anacrónica sin vencedores evidentes y con un impacto brutal en la economía mundial.
Es difícil explicar el desastre en el que se ha metido Rusia, pero basta decir que ha invadido territorio ucraniano con su colosal ejército al completo, solo para descubrir que a un elefante le cuesta mucho trabajo aplastar a un ratón.
En los primeros días de la invasión, el mundo, y Rusia, por supuesto, esperaban una paliza a los ucranianos, una guerra relámpago que terminaría entregando a los rusos una tajada del territorio ucraniano.
Sin embargo, luego de siete meses de guerra, lo único que han conseguido los rusos es darse cuenta que las guerras convencionales ya no funcionan en estos tiempos.
A los ucranianos les ha bastado equipo defensivo personal, regalado por los países occidentales, para destruir e inutilizar gran parte del ejército ruso, al cortar sus rutas de abastecimiento y cazar a los tanques y camiones de artillería, que prácticamente se quedan varados sin combustible.
La falta de alimentos, medicamentos y municiones en tiempo deja indefensos a los soldados rusos, mientras los ucranianos resuelven mejor sus menores necesidades.
Pero mientras rusos y ucranianos se atascan en una guerra inútil e innecesaria, como casi todas las guerras, el mundo paga la factura.
Un kilo de melones en un mercado de Sinaloa ya supera los 90 pesos, resultado de una inflación imparable, que se alimenta de la incertidumbre de una guerra sin sentido.