La llegada de Jorge Mario Bergoglio al papado no fue ninguna casualidad. La Iglesia católica, necesitada de una profunda transformación, lo llamó para que pilotara una de las transformaciones más profundas en el seno de una de las religiones más conservadoras en el mundo.
La necesidad de poner al frente a un revolucionario era tan grande, que el Papa Benedicto XVI prefirió hacerse a un lado, al darse cuenta que no contaba con lo necesario para enfrentar a la parte más radical y conservadora de los católicos.
El perfil de Bergoglio era el indicado, para empezar era jesuita, obligado a observar el voto de pobreza. Su pasado como Arzobispo rebelde y Cardenal crítico contra el capitalismo, la desigualdad y la corrupción lo hacían el candidato perfecto.
Y el argentino no decepcionó, desde la elección de su nombre: Francisco, hasta su defensa a ultranza de los más necesitados, del medioambiente y de los derechos sexuales de los homosexuales lo convirtieron automáticamente en un líder mundial admirado, pero también criticado por los grupos más conservadores.
Uno de los problemas que enfrentó con mayor entusiasmo fue el de los abusos sexuales realizados por sacerdotes en contra de menores de edad, un tema que sus antecesores intentaron sepultar y que estuvo a punto de explotarles en las manos.
Es cierto, no todos sus esfuerzos triunfaron, su apertura a las mujeres en los mandos de la Iglesia católica o en el sacerdocio se estrellaron con una gran parte de la curia.
Sin embargo, su legado es positivo, inició los cambios que necesitaba una Iglesia congelada en el tiempo, fue un viento fresco en los oscuros sótanos del Vaticano y la esperanza de un mejor futuro para millones de creyentes.