La triste partida física del arquitecto Juan José León Loya, uno de los artífices del rescate del teatro Ángela Peralta y del centro histórico, nos pone a reflexionar de los más diversos temas por el impacto de no pocas de sus acciones.
León Loya fue una persona que, con gran empatía y conocimiento, asumió el papel que le correspondía en un momento crucial para la ciudad.
Él fue la cabeza más visible de un grupo de ciudadanos que desde diferentes trincheras y propuestas se propusieron devolverle un teatro a Mazatlán.
La frase de don Rodolfo Usigli sigue siendo un postulado imbatible. “Un pueblo sin teatro es un pueblo sin historia”.
Hoy que hay un macro acuario a punto de surgir como un moderno Kraken en el bosque la ciudad, y vemos a la ciudad erizarse de construcciones arquitectónicas de todo tipo, tendremos que rompernos la cabeza para evocar ese Mazatlán horizontal, donde los edificios más grandes del centro eran el Hotel Freeman, la cervecería y una central camionera tan extraña que la gente le decía “la portavianda”, y más parecía una central de helicópteros con tantas terrazas y escaleras.
Las imágenes del Siglo 19, grabados y fotografías nos muestran una ciudad donde sólo sobresalía el domo de madera el Ángela Peralta -donde trabajó como líder su abuelo Estanislao León- y la catedral que durante un tiempo estuvo sin torres.
Decía mucho de nosotros que la iglesia y el teatro tuvieran muchos mejores edificios que el Ayuntamiento, que en ese periodo se llamaba prefectura.
El renacimiento del teatro Ángela Peralta llevó otro renacimiento cultural y económico que, de tanto verlo, nos damos el lujo de ignorarlo o vapulearlo con ruido o fachadas igual de disonantes.
La plaza Machado era un sitio donde sólo había una tortillería una esquina y, en la otra un restaurant de comida yucateca así como un negocio de tortas.
León Loya fue una persona muy afable y era bastante reconocido de manera social en los medios y en la actividad. Era un hombre culto, de una excelente conversación, amigo cercano a los pintores y gente de teatro de su tiempo.
Junto con Antonio Haas, José Ángel Pescador y muchos otros entusiastas bogaron y bregaron para la cristalización de un sueño. También debo mencionar a personalidades como Raúl Rico González, María del Carmen Morfín y a la maestra Socorro Sánchez Vázquez, entonces directora de la Casa de la Cultura INBA.
Esa cruzada que se veía quijotesca les costó no pocas descalificaciones en los medios a algunos de ellos y hasta hubo una novela sarcástica que quiso darle humor negro a esa bendita obsesión.
También se hablaba no sólo de lo costoso de regenerar el teatro en un momento de gran crisis nacional, sino de que la zona podría no ser la idónea. En cierta forma la propuesta de hacer un teatro moderno en los rumbos de la Gutiérrez Nájera, en el antiguo cine terraza Mazatlán, no lucia tan descabellada.
Algunos pocos, como el arquitecto Juan José, vislumbraron que el teatro haría el milagro de levantar la zona, algo que hoy le llaman efecto Bilbao, por el acontecimiento que representó el museo Guggenheim en aquella ciudad construido en una zona que había sido de instalaciones portuarias.
También existió el debate si debía dejarse la forma de teatro de herradura semicircular que ya se consideraba arcaica. Se proponía inclusive no usar el piso de duela de madera que también se ve hoy, ya que los teatros y salas de concierto ya aplicaban un plástico antiderrapante que evitaba accidentes y ruidos... hasta hubo comentarios públicos y escritos de no darle el nombre de Ángela Peralta, porque ella al fin de cuentas no había hecho nada por Mazatlán y el nombre solamente lo tuvo cuando era un antiguo cine.
Proponían devolverle el nombre de Teatro Rubio o buscar una figura moderna. (Las malas lenguas dicen que el teatro de Difocur en Culiacán se llamó al principio Calderón de La Barca para que coincidiese con el nombre del gobernador en turno, Alfonso G. Calderón, pero que al llegar al siguiente gobierno, se le cambió al de un ilustre rosarense, el periodista Pablo de Villavicencio).
Todas esas tormentas se afrontaron. En esos debates León Loya y Antonio Haas apostaron por el buen gusto, el estilo, y buscaron donaciones de particulares y/o gobiernos.
Gracias a ese tesón, hoy tenemos este teatro que es una joya con su balconería simétrica, sus maderas preciosas y un vestíbulo con mármol verde de Guatemala que se gana el aplauso unánime de los visitantes. ¡Muchas gracias, arquitecto!