Mi tribu
La primera vez que pertenecí a una tribu urbana no me di cuenta. Simplemente anduve en la misma frecuencia social e indumentaria de mis amigos y vecinos. Eso prevaleció por años y jamás tuvimos conflicto con otra etnia urbanícola.
El clan al que pertenecí campeaba bien definido. Poseía un gusto por la naturaleza, vestimenta uniforme, mismo sentido musical y sobre todo, mucho equilibrio. Esto último era fundamental para el deporte que practicábamos, aunque no siempre con unánime éxito.
No éramos ni hipis ni ecologistas. Ahora qué lo pienso, existimos en una especie de oleada palpitante entre esas dos generaciones. Éramos la tribu de los surfers. Adolescentes que no siempre tenían su propia tabla, pero que con andar todo el día con bermudas y sandalias, además de escuchar a Bob Marley, ya se daban por incluidos en la lúdica colectividad marismeña.
Llegué a tener un velero. Y mi casa de playa fue un restaurante abandonado donde el velador nos dejaba guardar velas y tablas. Lo que más me enorgullece fue la cantidad de turistas que pudimos sacar del mar en momentos de riesgo.
Como muchos jóvenes de hoy, que se han integrado a grupos física y socialmente definidos, también enfrentábamos un estigma injusto. Cierta gente daba por hecho que el pelo largo o andar de playero equivalían a una dependencia malsana hacia los llamados paraísos artificiales.
Amigos míos, que vivieron otras épocas, me comentaron que les fue imposible hacerse playeros. Sus padres de por si se molestaban porque escuchaban a los Rolling Stones. Debemos reconocer los mazatlecos que siempre hemos sido algo prejuiciosos.
Un abogado notable me confesó que siempre deseó un Jeep igual de estrambótico que aquel que yo poseí por más de diez años, pero entró a trabajar muy joven a un bufete. Ahí el licenciado que daba nombre a la oficina le exigió mantener un vehículo convencional. Como lo veían a él, los clientes juzgaban a los demás.
Mi amigo no se ha comprado una Hardley como otros miembros de su camada. Pero no falla los domingos a la playa. Su hijo es un pintor existencialista que siempre contó con su apoyo. Con el tiempo, las generaciones maduran.
Entre la Babel que representan las actuales taxonomías de darkies, punkettos, patinetos, emos y aquellos qué, simplemente “semos”, su presencia nos da una noticia: Mazatlán al fin es una ciudad moderna. Buenos días, Babilonia.
Un gran mérito tienen estas nuevas organizaciones: son jóvenes que en su mayoría poseen el hábito de leer y de ser críticos a un orden preestablecido. Desde hace años, en esa faceta los góticos fueron tribus solitarias avanzadas. Su mundo cultural iba desde Anne Rice hasta los novelistas de la Europa del romanticismo.
Los surfos, en cambio, nomás hojeábamos las revistas de surfing, las cuales aparte estaban en inglés, y adolecíamos de un culto desmedido por las marcas gringas de artefactos deportivos o ropa informal. Nunca nos dimos cuenta de ser las menos adoctrinadas víctimas del capitalismo.
Mis compañeros dibujaban logotipos y slogan en sus cuadernos tal si fueran mantras budistas. Traficaban calcomanías y etiquetas como oro molido. Mi mamá hasta le bordó a uno de mis tíos la silueta de unos pies descalzos en su camiseta: era imposible conseguir una playera Hang Ten en el aislado Mazatlán de los 60.
Ahí la batalla contra lo establecido se perdió de antemano. Ya éramos parte de la trama alimenticia del neoliberalismo.
Ojalá estas nuevas tribus representen la vanguardia de algo positivo. A pesar de sus vestimentas y conflictos, quizás algún día puedan darnos una verdadera enseñanza.