El sol declina en el horizonte lejano, mengua el calor, mientras la luz se torna mortecina, el operario de la primera hora regresa, al lado del operario contratado al caer la tarde y ambos se aprestan a recibir el pago convenido por el esfuerzo realizado en el ejercicio de su labor. Sin distingos, ni privilegios, todos reciben su salario; un denario cada uno.
El reclamo, inicialmente silencioso, empieza a cobrar voz en un creciente clamor, considerando trastocada la justicia y la equidad, al hacer caso omiso de los méritos de cada uno; el dueño de la hacienda ha dado un pago superior a cualquier jornal pagado en semejantes circunstancias, pero lo ha hecho sin hacer ninguna distinción.
La justicia en base a los méritos adquiridos tiene límites y tiene limitaciones, en base a las medidas de los mismos hombres y esa justicia no puede trascender esas limitaciones, pero cuando el pago recibido, además de justo se recibe como don, entonces esos límites desaparecen y trasciende la gracia. Pero para ejercer la gracia toda justicia debe de ser cumplida.
Cuando la suplica se eleva confiada, con en el apoyo de propia fe, descansando en la promesa revelada de la fuerza del poder divino, la seguridad de mover montañas hace exigencia la petición; que la montaña desaparezca de su lugar. El momento apremiante se hace inminente y la montaña sigue ahí: ¡A pesar del merito de la fe propia!
La riqueza del hombre, ante Dios, no consiste en la propia riqueza personal, porque, paradójicamente, para Dios la riqueza del hombre parte del vacío que solo puede llenarse con el Don divino, hasta llegar a rebozar: Dios se convierte en la única riqueza personal, ante ella toda otra riqueza pierde su valor
La fría realidad hiere la percepción, al constatar, que nada de lo “nuestro”, ya sean; bienes materiales, psicológicos o espirituales, nos pertenece y lo tenemos como don, tan solo poseemos nuestra carencia y nuestro vacío, incluyendo la negatividad de nuestros pecados: ¿Qué podemos ofrendar a Dios?
Levantar las manos, vacías de contenido, sin esgrimir merito alguno ante la presencia de Dios, la suplica surge desde la carencia absoluta, desde la conciencia de no tener nada propio para ofrecer, poseyendo tan solo la miseria personal.
Inmersos en el vacío profundo, a cuál se añaden vicios y defectos la única ofrenda posible será la misma miseria y vacío, lo cual al ser tomado por el mismo Dios se llena de su presencia, así, la ofrenda, antes carente de valor, hoy transforma la miseria en una riqueza invaluable: ¡Esta ofrenda si puede mover montañas!
Al caer la tarde, manos cansadas de infortunios y sinsabores ofrecen su oración, como el incienso, sube la suplica en acción de gracias por el gran don de haber vivido un nuevo día, versos de plegaria en la ofrenda plena del Don recibido, porque es la ofrenda del mismo Dios.