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Columna

La lengua que nos habita

EL OCTAVO DÍA

    La lengua vital es aquella que nos sostiene, la que te hace emerger de algo que sabías que no era un valle anímico, una depresión o una parte substancial de un abismo por el que tu vida y pensamiento fluyen.

    Es aquella que expande lo que se desconoce y con sorpresa, en lo nuevo se reconoce.

    No siempre lo es la lengua originaria, la lengua materna: puede ser el idioma que se aprende por gusto, el obtenido por el tormento de la migración forzada o el desarrollo intelectual de algo que aún deberíamos llamar alma.

    Milan Kundera mutó al francés por su checo original y el ruso Vladimir Nabokov logró reiniciarse en el inglés moderno.

    Borges trasvasó al español entorpecido de los años veinte, aún lastrado por una prosa discursiva que parecía brindis, el inglés pulido de los ensayos que optaba por el adjetivo inesperado y la frialdad de lo directo.

    La lengua vital que no siempre es lengua materna ni la lengua nacional. El idioma con el cual el cerebro se comunica y conecta con el espíritu puede ser otro, el de los otros, el lenguaje de la otredad inesperada.

    ¿Adónde nos lleva el aprendizaje y el ser aprehendidos por un nuevo idioma, superada la primera aprehensión a una nueva gramática? El sabor, tono y reminiscencia de las palabras crean nuevas parcelas en la razón.

    Se promueve a inicio del siglo XXI el estudio de un idioma para alejar el sinuoso Alzheimer; a fines del siglo XX los que no sabían inglés e internet eran clasificados como analfabetas funcionales. No podrían prever los teóricos del desastre que sobrevendrá el apocalipsis zombie de los teléfonos en cada mano, cada encéfalo y cada hora del día y la relativa eternidad.

    Marcel Proust, de quien celebramos el centenario de su muerte, alargó la frase en francés y su idioma no fue el mismo desde 1918.

    Antes la lengua francesa era de una formación rígida y marchaba como los regimientos de Luis XIV por las alamedas del viejo Paris, en palabras de uno de sus exégetas.

    No pocos escritores de esa fantasmal patria llamada francófona confiesan que, luego de leer a Proust, sin darse cuenta comienzan a escribir como él.

    No todos caen en su hechizo; Marcel Proust es para leerse en ciertos o inciertos momentos de la vida y, sin menoscabo a quienes se postraron de inmediato desde otras geografías y culturas, es posible que se necesite un contacto previo o una sensibilidad afín con el saber vivir del alma francesa.

    Pasado ese escollo, la busca del tiempo ido es tiempo bien empleado y ampliado por su grandeza interior; vitral simultáneo de épocas, empalmadas en un París de capital importancia para un mundo perdido.

    Si desnudáramos las estructuras de lenguaje, todos los problemas de la filosofía desaparecerían.

    La filosofía es un conjunto de razonamientos que nos harán entender mejor la vida y lograr ser feliz. No es una ciencia, no tiene una metodología, es algo subjetivo singular y muy personal.

    La primera razón para filosofar es la admiración a un escritor o la devoción a una fe o la decepción ante la familia o el ser amado.

    Para los griegos la sorpresa era el inicio de la filosofía, nada sorprende más que las desgracias.

    La literatura es un vector de la memoria, una herramienta de la filosofía. Un modo de sentirse menos solo con las propias palabras.

    No solo las que se sienten y las que se tienen que decir: si no hay que incluir a aquellas de las cuales estamos hechos y otras que podrían perderse.

    Hay que poblar nuestra mente con un idioma que sobreviva más allá de nuestra vida y brille con fuerza más allá de la muerte.