"Y tú, ¿tienes fanáticos de tu marca?"
alejandro.moya@icami.mx
Hace unos días mi familia y yo fuimos a comer a un restaurante de cocina italiana en la ciudad de Durango. Al terminar de comer le comenté a mi esposa: “¡Cómo me gustaría ser crítico gastronómico, para poder escribir una crítica de este lugar!”. No lo soy, pero te platico mi experiencia:
El lugar abarca todo el tercer piso de una plaza comercial que, por supuesto, cuenta con elevador. No obstante, ese día el elevador no funcionaba, por lo que tuvimos que subir –con todo y carriola- por las escaleras... con mi figura eso representa toda una hazaña. Al entrar al restaurante nos ofrecieron una mesa y Jonathan, el mesero, se presentó a sí mismo y a sus compañeros por sus nombres, poniéndose a nuestra disposición.
Ordenamos las bebidas y, aunque normalmente pido la recomendación del chef al mesero, preferimos ordenar al centro un fetuccini a los 4 quesos y una pizza a la leña y, para mi hijo mayor, un espagueti con pollo.
Lo primero en llegar fue el espagueti de mi hijo. Jamás lo había visto devorar la comida de esa manera, realmente se entusiasmó por el sabor, de ese platillo es todo lo que puedo comentar ya que –en su versión troglodita- no me deja probar su comida.
El fetuccini a los 4 quesos estaba cocinado con vino blanco, mismo que se hacía presente al retrogusto cuando evaporaba el sabor de los quesos e inundaba el paladar de su sabor; la pasta, hecha a mano, tenía la consistencia perfecta y el sabor justo para disfrutar del protagonista del platillo: los quesos.
Tras un sorbo de vino blanco, me dispuse a darle una mordida a la rebanada de pizza que había puesto sobre mi plato, la decoración era cuasi-perfecta: al fondo una salsa roja que desprendía aromas de albahaca, orégano y ajo, luego una capa gruesa y humeante de queso mozzarella, dos hojas de espinaca, dos mitades de tomate cherry y un poco de aderezo balsámico. El sabor, por otro lado, me transportó a un estado mixto entre serenidad y euforia.
Jamás me había percatado de que había una cantidad perfecta y exacta de queso para ponerle a una pizza, una consistencia ideal para el pan y una mezcla de condimentos tal, que logra convertir cada bocado en una experiencia poética.
Al terminar el fetuccini y la pizza, se acercó Jonathan con una tableta electrónica donde nos comenzó a mostrar imágenes de los postres que nos recomendaba, explicándolos de una forma tan clara que resultaba evidente que ya los había probado todos.
Por supuesto, pedimos un postre, ¡o como sea que se le pueda llamar a la obra de arte que nos sirvieron! Un mousse frío de dulce de leche, chocolate, galleta, nueces y cajeta; el equilibrio perfecto de dulce y salado.
Lo que quiero explicar con todo esto es que comimos muy rico, sin embargo, no fue lo mejor de esa experiencia. El ingrediente más importante de esa comida fue el servicio de Jonathan y sus compañeros, quienes demostraron un completo dominio del menú, un interés genuino por hacernos pasar una excelente tarde en familia y una sonrisa (todos) que se contagiaba de inmediato. Al solicitar la cuenta le hice el comentario a mi esposa: “me parece que los dos meseros que nos atendieron deben ser familiares de los dueños, y si no lo son, mis respetos”, cuando nos trajeron la cuenta le pregunté a Jonathan su relación con los propietarios; para mi sorpresa: no conoce a los dueños.
Por último, al llegar al estacionamiento, después de cargar la carriola por las escaleras, mi esposa y yo nos volteamos a ver y nos dijimos entre risas: “¡Valió completamente la pena cargar la carriola!”.
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