Si la filosofía es definida etimológicamente como amor a la sabiduría, el quehacer del filósofo es el de un amante eternamente eludido porque la sabiduría es una hermosa doncella que no puede ser poseída definitivamente.
Debido a eso, Óscar Pintado Fernández llamó a la tarea filosófica “un quehacer enamorado”, en un artículo publicado en la Revista de Filosofía Themata número 37, en 2006, titulado “Decir y mostrar: El silencio del maestro”, que dedicó a su eximio y extinto profesor Jorge Vicente Arregui, a quien sus amigos conocieron cariñosamente como Gorka.
Recordando a su insigne profesor, señaló: “Poseía las dos grandes cualidades que, fijándonos en Sócrates, han de asistir al filósofo y, como veremos, al maestro: la humildad y la pasión”.
La pasión de Gorka era la verdad, prosiguió, y la perseguía con la humildad de quien se sabe ignorante e incapaz de enseñar, porque quien de verdad importa es el alumno: “El maestro nunca sabe que lo es. Como Levinas decía, y Gorka me repetía, no hace el padre al hijo, sino al revés. Lo mismo ha de suceder con la relación maestro-alumno”.
Pintado Fernández continuó retratando fielmente a Gorka: “¿Qué hace un maestro? ¿En qué consiste su magisterio? El maestro ama en silencio los pensamientos del alumno. El maestro enseña al alumno el camino que le conduce a sí mismo, a conocerse a sí mismo, a la verdad”.
Indicó que Gorka, como auténtico maestro, buscó que cada alumno elaborara su propio proyecto con silente y comprometido apoyo: “Amó lo verdadero con un silencio que sobrepasaba su fama, pero nunca la amistad. Por eso, sus palabras repletas del silente vivir, son un privilegio para sus discípulos y sus amigos y no dejan de resonar. Porque nunca hubo vacíos”.
¿Concibo el magisterio como un quehacer enamorado?
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