La figura de Hitler es una de las más aborrecidas de toda la historia. Sin embargo, nos asombraría ver que puede estar un Hitler agazapado dentro de nosotros.
Llegados a este punto, tal vez la mayoría de los lectores me dirán que estoy completamente equivocado.
Bueno, la expresión no es mía, es de Elizabeth Kübler-Ross, en el libro que citamos hace pocos días: “La rueda de la vida”.
Comentó la que pocos días después de terminar la guerra y liberar los campos de concentración, se dirigió a Maidanek, donde estaba uno de esos laboratorios de la muerte y de exterminio, en el que murieron más de 300 mil personas.
Se horrorizó ante tanta crueldad, pero más se escandalizó cuando su amiga, Golda, le dijo: “Tú también serías capaz de hacer eso... Hay un Hitler en todos nosotros”.
Le explicó que ella también había alimentado odio y vomitaba venganza todos los días, hasta que –por fortuna- no cupo en la tanda de prisioneros que llevaron a la cámara de gas porque la puerta ya no cerraba.
Y, como ya estaba en la lista de los que deberían ejecutar, no se volvieron a preocupar de ella. Fue así como salvó la vida y se preguntó si sería capaz de seguir alimentando su rencor y odio, para no diferenciarse en nada de Hitler.
¿Cómo hubiéramos procedido nosotros? ¿Seguiríamos atizando nuestro odio y rencor? ¿Nos volveríamos vengativos e intolerantes? Golda había comprendido que la espiral de la violencia solamente se rompe con el perdón, y eso concede paz al corazón.
Se dio cuenta de que tenía muchos motivos para incubar su odio, pero encontró más poderosos los motivos para albergar y alimentar su esperanza.
¿Llevo un Hitler agazapado? ¿Incubo mi odio? ¿Perdono y me perdono para encontrar la paz?