La guerra entre Rusia y Ucrania, la terca pandemia que no termina de largarse, las treinta mil cortinas de humo provenientes de “las mañaneras”, la creciente inseguridad y la inflación económica que empuja hasta el cielo los precios de muchos artículos de la canasta básica, entre otras muchas cosas más, -y para no variar- ha venido desplazando un tema crítico en la historia pasada y presente de nuestro país: la lucha contra la pobreza.
Escurrir el tema, incluso llegar a olvidarse de él, ha sido sencillísimo. Mientras el Presidente un día sí y otro también siga diciendo que “por el bien de todos, primero los pobres”, pocos dudan que tal preocupación no se atiende como es debido.
Sin embargo, después de conocer algunos informes dados a conocer por la Cepal, el Inegi y el Coneval, al igual que sucedió con el combate contra la corrupción, la batalla contra la pobreza parece ser un simple eslogan que dista de ser una realidad tangible. Un eslogan por cierto desafortunado y perverso. Me explico.
Según lo que se reporta en el portal del Coneval -Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social-, el porcentaje de la población que vive con un ingreso inferior a la línea de pobreza extrema por ingresos, se distribuyó de la siguiente manera: 14.9 por ciento en 2016, 14.0 por ciento en 2018 y 17.2 por ciento en 2020. La población con un ingreso inferior a la línea de pobreza por ingresos, varió de esta forma: 50.8 por ciento en 2016, 49.9 por ciento en 2018 y 52.8 en 2020. En el otro extremo, es decir, los no pobres, ni vulnerables a causa de sus ingresos, se agruparon así: 24 por ciento en 2016, 23.7 por ciento en 2018 y 23.5 por ciento de la población en 2020.
Vistos de manera desagregada, los datos agravan aún más el problema, ya que, aunque resulte difícil de creer -teniendo en cuenta la propaganda presidencial-, las carencias sociales han ido a más en lo que va de esta primera mitad del sexenio. Por ejemplo, en 2016 el 18.5 por ciento de la población enfrentaba rezago educativo, en 2020 la cifra alcanzó al 19.2 por ciento. En 2016, el 15.6 por ciento de los habitantes no tenían acceso a los servicios de salud y en 2020 el porcentaje subió a 28.2. En 2016, el 21.9 por ciento no tenía acceso a la alimentación nutritiva y de calidad y en 2020 la cifra se elevó al 22.5 por ciento.
Enfocándonos en 2020, el 43.9 por ciento de las y los mexicanos vivía en condiciones de pobreza, el 8.5 en pobreza extrema, el 23.7 por ciento era vulnerable debido a las carencias sociales que padecía -educación, salud, seguridad social, calidad de los espacios en la vivienda, etc.- y el 8.9 era vulnerable por sus ingresos. Sólo el 23.5 por ciento de la población no se vio aquejada por el flagelo de la pobreza.
Traducidos estos porcentajes a millones de habitantes, las cifras erizan la piel. Y si a ello sumamos los muchos saldos dejados por la pandemia, sin temor a equivocarnos, podemos decir que solo un quinto de la población en México no es pobre, con lo cual el eslogan presidencial, más que en sus días de campaña, mantiene su vigencia y pleno sentido: “por el bien de todos, primero los pobres”. No pensar en términos del 80 por ciento de la población, sería, además de mayoritariamente injusto -y estúpido-, suicida.
Desafortunadamente, la numeralia oficial no deja lugar a dudas: la política social encabezada por López Obrador se montó en un tren que lleva por rumbo el fracaso, no solo por el número de pobres que existen en el país, sino por lo que en realidad representa el combate a la pobreza en el imaginario amleano. Van unos cuantos datos al respecto.
En una entrevista que recientemente le hizo la revista Proceso a Máximo Jaramillo-Molina, director del Instituto de Estudios sobre Desigualdad Sociales, éste señaló que: “hay una creencia generalizada, derivada del discurso del Presidente, de que en este gobierno el gasto social ha llegado a extremos nunca antes vistos, ‘pero esto no es así’”. Haciendo referencia a uno de sus estudios, Proceso señala que “durante los tres primeros años de este sexenio (2019-2021) el gobierno ejecutó un gasto de 3.51 billones de pesos en los programas sociales del Bienestar, mientras que en los tres primeros años del sexenio anterior (2013-2015) el gasto en los programas del gobierno de Peña fue 6.9 por ciento mayor al totalizar 3.75 billones de pesos”.
Y aunque tampoco se puede negar que el programa de apoyo a adultos mayores aumentó en un 76 por ciento en 2022, continúa Jaramillo-Molina, esto trajo consigo “una recomposición en la que se quitó mucho presupuesto a programas que no eran de transferencias monetarias pero que sí beneficiaban a los hogares más pobres, como Prospera y los destinados a las áreas rurales y a los pueblos indígenas. Muchos programas sociales (28 en 2021) desaparecieron o se fusionaron”, haciendo que, por ejemplo, algunas personas que no requieren apoyo alguno, lo reciban bajo el rótulo de “universalización” del beneficio social, pero otras dejen de recibir apoyos clave para escapar de la pobreza extrema -como fue el caso del seguro popular, institución que, mal que bien, resolvía un problema que continúa sin tratarse de manera adecuada-.
Al día de hoy se está generando la información que se presentará a inicios del próximo año, donde el Coneval mostrará los saldos de la precariedad social en 2022. Si consideramos los efectos de la pandemia, la enorme derrama económica aplicada en megaobras como el tren maya y la estrategia, como señala la Cepal, de continuar siendo uno de los países latinoamericanos que menos pellizca su PIB para destinarlo al gasto social -estamos solo por encima de Honduras, Guatemala y Haití, pero muy por debajo de Chile y Brasil-, el eslogan “primero los pobres” no pasará de ser esa frasecita desgastada que muchos gobiernos -populistas y no populistas- han venido empleado para sumar votos mientras hacen campaña.
Lamentable, muy lamentable, no solo por los dichos del Presidente, sino porque es posible ponerle un freno al hambre y la pobreza extrema que nos pone de rodillas frente al futuro.
Sobre las experiencias de éxito vividas en otros países en esta tarea le hablaré en otro momento.
Y por no dejar, van unas cuantas preguntas al margen: ¿Después de Panamá, España y los Estados Unidos, con qué otro país se embroncará el Presidente? ¿Sus asesores y empleados cercanos no terminan de hacerle entender el costo económico y político que trae consigo no descongelar relaciones tan importantes como, por ejemplo, la que manteníamos con España? ¿Tampoco le habrán dicho que este un inmejorable momento para hacerle un guiño de buena voluntad a nuestros vecinos del norte?