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A Chava
El domingo pasado escribí con relación a las inconsistencias y contradicciones que advertí en la “Guía bioética de asignación de recursos de medicina crítica” que estaba a punto de poner en circulación el Consejo de Salubridad General de la Federación y que, por fortuna, detuvo al tener que reconocer que era un borrador, tan mal hecho como las tareas que entrega un alumno perezoso en un curso que aborrece.
Esto último lo digo sin el menor empacho, porque tras revisar con detenimiento uno de los artículos que sirvieron para plantear el contenido más denso de la guía, pude darme cuenta que esta, no solo estaba muy mal redactada, sino que era una burda paráfrasis de “¿Quién debería recibir soporte para la vida durante una emergencia pública? Usando principios éticos para mejorar las decisiones sobre la asignación”. Todo lo que sus autores ahí señalan es claro y defendible, desde la perspectiva ética que inmediatamente declaran, algo que no resulta tan claro en la guía del Consejo de Salubridad.
No es de mi interés marearle nuevamente con la perorata técnica que aparece en la guía, sino, como me sugirió un buen amigo, explorar qué alternativas bioéticas nos quedan frente a sus inconsistencias. Me explico.
Como refiere Diego Gracia, “la bioética médica es la parte de la bioética que intenta poner a punto métodos de análisis y procedimientos de resolución de los problemas éticos planteados por las ciencias médicosanitarias”. Para que estos procedimientos tengan validez en una sociedad cultural y moralmente diversa como la nuestra deberán cumplir con al menos, cinco requisitos: 1) ha de ser una ética civil o secular, no religiosa; 2) ha de ser una ética pluralista, es decir, que acepte e integre diversos enfoques y posturas articulándolos en un esquema que posibilite la toma de decisiones; 3) ha de ser una ética autónoma, es decir, “una que considere que el criterio de moralidad no puede ser otro que el propio ser humano”; 4) tiene que ser racional (no racionalista), es decir, capaz de actuar a partir de una serie de principios de los cuales sea posible deducir sus consecuencias al momento de ser llevados a la práctica; y, 5) una ética que aspira a ser universal, no solo porque puede superar los convencionalismos morales, sino porque, “como la razón científica, aspira al establecimiento de leyes universales, aunque siempre abiertas a un proceso de continua revisión”.
Los requisitos referidos por Gracia se expresan a través de una serie de principios bioéticos que rigen la cotidianidad de la práctica médica desde la beneficencia, no maleficencia, la autonomía y la justicia. Este hecho nos lleva a una consideración clave: en tiempos de normalidad, donde no hay pandemia, ni emergencia sanitaria, cualquier médico, que se precie de ser bueno en el sentido amplio de la palabra, guiará su práctica individual orientado por dichos principios, sin verse en la necesidad de renunciar a ellos o ponerlos en suspenso para dar paso a otras consideraciones éticas que pongan en riesgo la vida de su paciente.
Va un ejemplo para clarificar esto que digo. Un nefrólogo que lleva tres años atendiendo a un paciente en un hospital privado, en ningún momento se verá movido a solicitar a la familia de este que deje de acudir a las hemodiálisis, porque tiene perfectamente claro que dicha acción le generará un daño; en ese sentido, el doctor actúa a partir del principio de la no maleficencia. Ahora bien, imaginemos que la familia desfondada de recursos económicos decide pedirle al médico que suspenda el tratamiento; éste no lo hará hasta no haber escuchado el deseo del paciente, al cual considera como un ser con autonomía para decidir qué hacer con el curso que está tomando su salud.
Sin embargo, este escenario cambia radicalmente en el momento que la normalidad da paso a la excepción, cuando lo habitual pasa a convertirse en una condición extrema que solo es posible atender con recursos extremadamente escasos como lo son los ventiladores mecánicos que requieren los enfermos graves contagiados por el Covid-19. Aquí la ética médica pasa del bienestar individual, que se las ve bien con los principios de la bioética, a una del bien común donde de lo que se trata es de atender al mayor número de enfermos y salvar la mayor cantidad de vidas con los recursos de los que se dispone.
En este contexto, de guerra propiamente, de película de terror, como dicen los autores del artículo “¿quién debería recibir soporte para la vida durante una emergencia pública?”, los principios que rigen habitualmente para la ética clínica, se vuelven papel mojado porque los recursos públicos, simplemente, son insuficientes. Aunque los médicos lo deseen con todo su corazón, no hay camas, ni ventiladores ni equipo sanitario para todos los enfermos, de ahí que las políticas gubernamentales se enfoquen primeramente en los resultados de la salud pública, “subordinando el interés y los derechos de los individuos al bien común”.
Ante un escenario de este tipo, pocas personas felizmente cederán un ventilador mecánico a otro paciente, porque realmente piensan que la vida de este vale más que la suya o porque él llegó primero a solicitar que le atendieran. Quien se queda fuera de un servicio de salud pública no experimenta otra cosa que la injusticia pura y dura. ¿Hay forma de evitarla?
Como dicen Douglas, Katz, Luce y Lo (los autores del artículo que referí), una forma de evitar la injusticia es manteniendo a todos los pacientes como elegibles para recibir el tratamiento, siguiendo tres principios aplicables solo para casos de emergencia sanitaria: salvar más vidas, salvar la mayor cantidad de años y dar igual oportunidad a los individuos de vivir las etapas que vienen con los distintos ciclos de vida.
Bajo estas premisas es posible que los pacientes no sean descartados para recibir el tratamiento por razones de edad, género, condición física, creencias o su mucho, poco o nulo aporte a la sociedad. El problema viene cuando la selección va pasando por los filtros que ponen en marcha dichos criterios. Quien requiera más el tratamiento, tenga más posibilidades de curarse, vaya a usar menos tiempo el equipo, pueda continuar sumando años después de aliviarse para completar ciclos de vida, será quien reciba el tratamiento. Los empates los dirimirá la suerte.
¿Hay alguna posibilidad de trepar por los muros de este callejón sin salida? Visto lo visto, en tiempos de pandemia, los principios de la bioética ayudan poco. Los equipos del triaje instalados en los hospitales, no decidirán en términos de autonomía o beneficencia; actuarán en función de esa idea de justicia que busca tratar y salvar a los más con los pocos recursos de los que se dispone.
Por ello, pienso, la clave no está en intentar humanizar la lógica utilitaria que subyace a la idea de bien común que comenzarán a poner en marcha los triajes, sino en tres actos de responsabilidad que están al alcance de cualquiera: 1) llevar a cabo todas las medidas de cuidado sanitario que eviten el contagio; 2) salir a la calle solo para lo estrictamente necesario; y, 3) no minimizar los efectos de la pandemia, poniendo en riesgo la vida de otros.
Estas tres medidas, si bien no son infalibles, por lo menos harán menos probable que tengamos que ir a parar a un hospital, donde el azar nos esperará con los brazos abiertos para determinar los ciclos de vida que nos queden por vivir.