Es común que los seres humanos centremos nuestro esfuerzo en cambiar el exterior, pero no nuestro interior. Eso motiva que luchemos por transformar nuestro físico: que nos sometamos a dietas, tratamientos, ejercicio, cosméticos, cirugías y cuanto “milagroso” aparato, recomendación o sistema se nos ofrezca en las redes sociales.
No desdeñamos ni reprobamos el que se busque bajar de peso por cuestiones de salud, ni lucir mejor externamente. Sin embargo, queremos precisar que el cambio más importante radica en modificar nuestro comportamiento o eliminar nuestros defectos y vicios para transfigurar nuestra persona.
A ese cambio nos invita este tiempo de Cuaresma, como señaló el Evangelio de ayer (Lc 9,28-36). Hay que buscar transfigurarnos; cambiar de fondo, no solamente de aspecto; cambiar de figura interna para que se modifique nuestro carácter y comportamiento. Nuestra sociedad no dejará de ser egoísta, soberbia, vanidosa, violenta y fraudulenta, mientras cada uno de nosotros no busquemos transfigurar la actitud, comportamiento y manera de ser de nuestra propia persona.
Mientras no atendamos a nuestro cambio interior, continuaremos buscando estériles satisfactores que no nos brindan la felicidad y nos hacen sentirnos cada vez más frustrados y vacíos por dentro. Sí, necesitamos tener lo suficiente para vivir, pero correr afanosamente tras el dinero y la riqueza no nos brinda la felicidad. Es bueno tener algo de poder, pero procurar desmedidamente los primeros puestos sólo genera más orgullo, envidia, egoísmo, soberbia y avaricia. La autoridad se ejerce cuando se hace crecer a los demás, no cuando se busca el propio enriquecimiento.
Según el psicólogo español, Mario García: “Los seres humanos nos obcecamos en cambiar lo de fuera y abandonamos a su suerte nuestro propio interior. Y dado que marginamos nuestro universo emocional, cada vez albergamos más sufrimiento por dentro”.
¿Transfiguro el interior, no el exterior?