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Si hay algo transexenal en el sistema político mexicano es la corrupción y su inseparable mancuerna, la impunidad. No hay periodo gubernamental que se salve. A pesar de que se cometen miles de actos de corrupción -de todos tipos y tamaños- sólo ocasionalmente se castiga alguno. La mayoría por las malas razones y casi siempre sin seguir el debido proceso. Hoy como ayer, los juicios importantes en México no se siguen ni se juzgan en los tribunales.
Lamentablemente ningún Presidente de México se ha tomado en serio la lucha contra la corrupción. No se ha intentando de manera medianamente seria cerrar las oportunidades para la comisión de actos de corrupción pequeños y grandes, impedir la creación de redes dedicadas a saquear el erario, prevenir el contubernio entre sector público y privado, impulsar una cultura de la legalidad, impartir justicia conforme a las leyes.
Pero lo que sorprende es que tampoco ningún Presidente -PRI, PAN y ahora Morena- se ha propuesto erradicar la corrupción y la impunidad en su círculo más cercano. Las más de las veces los presidentes o bien han estado involucrados directa o indirectamente en los actos de corrupción o los han tolerado por “amistad” o conveniencia. A lo más que llegamos es a castigos supuestamente ejemplares de algún alto funcionario que es separado de su cargo, inhabilitado o encarcelado por el Presidente en turno o, más frecuentemente, por su sucesor. Cuando esto ha ocurrido también ha sido por voluntad presidencial y sin cuidar el debido proceso. Se da la orden de acabar con algún personaje y se ejecuta. Casi siempre por los réditos políticos. A veces, forzados por circunstancias ya insostenibles.
Atrapar a un pez gordo y exhibirlo en la caña de pescar como símbolo del fin de la corrupción es una de las prácticas más lamentables de la política y la justicia mexicanas.
En esto tampoco es distinta la actual administración. En los 18 meses de gobierno ya han sido revelados sendos actos de corrupción que han sido pasados por alto: los ventiladores de Bartlett, los contratos de PEMEX, la propaganda de alcaldes de su partido, los programas sociales, los contratos a empresas de familiares de funcionarios, las asignaciones directas, las declaraciones patrimoniales truqueadas, los sobreprecios, el no cumplimiento de las estipulaciones de los contratos de bienes y servicios.
Los órganos internos de control, auditorías, Secretaría de la Función Pública, Unidad de Inteligencia Financiera y Fiscalía General han mejorado solo marginalmente y, en la mayoría de los casos siguen sometidas a los dictados presidenciales. En los raros casos en que esto no ocurre, siempre hay forma de ignorar sus recomendaciones u obstaculizar los procesos de responsabilidad penal y administrativa que deberían seguir a los hallazgos de irregularidades administrativas o actos de corrupción incluidos en el Código Penal.
En estos momentos de pandemia y profunda crisis económica, López Obrador ha puesto en el centro del debate público el caso Lozoya. ¿Para qué pinta? Para más de lo mismo. Nada o poco más se sabe adicional a lo que el periodismo de investigación -particularmente los trabajos de MCCI y Quinto Elemento- reveló en 2017.
Lo nuevo, como los presuntos sobornos a legisladores para comprar el voto en favor de la reforma energética, son filtraciones que han recibido diarios, revistas y periodistas que hablan de documentos y videos “a los que tuvieron acceso”. Es posible que existan y las dos probables fuentes de filtración son el propio gobierno o la defensa del, hasta ahora, único inculpado. Pero no tenemos prueba de ello ni de su contenido.
No me cabe duda de que hay uno o más bien varios delitos que perseguir. Pero eso lo sabemos gracias a dos cosas. La primera son las investigaciones periodísticas que exhibieron pruebas como la copia de los depósitos en la off shore Latin America Asia Holding Ltd, como antes lo hicieron con La Estafa Maestra o con los ventiladores de Bartlett. La segunda, es que tenemos a un delincuente confeso y único imputado que se ha acogido al “criterio de oportunidad”.
Por eso y por una serie de violaciones al debido proceso como el no haber sido puesto a disposición de las autoridades después de 72 horas, para lo que pinta el caso Lozoya es o bien para otro caso de impunidad o para uno de manipulación de la justicia con fines políticos que se irá administrando conforme los tiempos políticos lo requieran.