La violencia que padecemos tiene dimensiones totalitarias. En muchos espacios del país el crimen no es una irrupción repentina sino un imperio brutal que lo controla todo, que lo vigila todo, que somete a todos. Ahí no se padece de pronto el golpe de la barbarie: se vive en ella. No es el asalto en la esquina oscura, es el secuestro de comunidades enteras. La barbarie se respira literalmente. En San Fernando, la muerte se huele.
Marcela Turati ha publicado recientemente una novela de terror donde no hay ficción alguna. San Fernando: última parada es un viaje al país que perdimos, el testimonio de la tragedia que habitamos. Las voces que recoge en este reportaje estrujante pintan un infierno que no está en otro mundo, sino en muchos pueblos de México aplastados por una dictadura atroz. Una crueldad inimaginable es la experiencia de todos los días. La más profunda desolación ante una violencia desalmada que no cesa. A la vista de los niños cuando salen del colegio, el secuestro que conduce al exterminio del vecino. Los veía mi hija, dice una madre entrevistada por Turati. Hombres y mujeres levantados, ejecutados apilados en camiones.
No es fácil escuchar las voces de este libro. Pocos testimonios tan estrujantes como éste. El libro que acaba de ser publicado tiene el buen tino de suspender la interpretación de los horrores. El trabajo periodístico no pretende hacer la sociología de la violencia, ni hacer cómputo del impacto económico del delito. Turati escucha y recoge las voces que padecen la violencia más atroz. Y busca entender, no solamente qué pasó sino cómo fue posible que haya pasado. Así lo advierte con una línea de Héctor Schmucler que recoge como epígrafe. ¿Cómo es posible que una violencia tan atroz se haya adueñado de una comunidad ante la inacción del país? ¿Cómo es posible que se haya llegado a tales extremos de crueldad en México? Por supuesto, el libro no es un reportaje sobre un capítulo cerrado de nuestra historia reciente. El viaje de Marcela Turati a uno de los corazones del crimen organizado es tiempo presente. No es el retrato de una exótica isla de violencia, sino descripción de una epidemia de inhumanidad que se extiende por todo el país.
Las voces que escucha Turati son murmuros. Haber logrado este mosaico de testimonios es una hazaña del tesón y la sensibilidad periodística porque lo que registra la libreta de la reportera es la palabra que no puede ser dicha en público, el recuerdo que no puede contarse en voz alta, la experiencia que no debe ser compartida. No hay registro de la atrocidad en los diarios locales, por supuesto. Pero ese silencio no solamente calla a los periodistas, sino a todos. En misa no debe hacerse mención de los desaparecidos o de los muertos. El dolor no encuentra siquiera consuelo en los templos. Cuando la mirada de la barbarie vigila todos nuestros movimientos, no hay posibilidad alguna para la confianza. El crimen tiene ojos para seguir los movimientos de cada uno. En todos los rincones, un halcón que reporta al superior cualquier conducta sospechosa. Hasta la música que se escucha en el coche puede ser una condena de muerte. “Había espías en cada esquina, ellos tenían mucha gente, como ahorita, nada más que ahora no hay matanzas. Aquí la gente no habla, tiene miedo, hay paredes que escuchan”.
Ahí está el núcleo de la experiencia totalitaria. El poder controla la vida de la gente a tal punto que nadie puede escapar de la mirada y el castigo de los violentos. No hay reposo para el pánico: en cualquier momento, por cualquier cosa, puedo ser capturado y enfrentar la muerte más espantosa. Ellos, los criminales a quienes nunca debe nombrarse, no aplican un código de deberes y prohibiciones que pudiera dar alguna certeza. El totalitarismo del crimen es una arbitrariedad narcotizada. Lo que describen los testimonios no es la despiadada lógica de la rentabilidad, sino una locura demoniaca, una furia irracional, un incomprensible impulso de muerte. “Matar para ellos era como tener fiesta. Porque se daban gusto. Es su gusto matar gente”.
Constante miedo a una muerte atroz, desamparo absoluto, imposibilidad de comunicarse con el otro. Totalitarismo del crimen.