Terremotos

09/02/2023 04:00
    Las consecuencias del terremoto fueron largas y dolorosas, y dejaron su huella en nosotros, profundamente. Entendemos pues la enorme tragedia que sufren los pueblos de Siria y de Turquía, la desesperación y el dolor que deben estar padeciendo estos días, y los que vendrán.

    SinEmbargo.MX

    Qué terrible, querido lector, el terremoto en Turquía y Siria. Su fuerza destructiva ha sido brutal en cientos de kilómetros, en varias provincias y ciudades. Un desastre que asola a millones de personas y para la cual no se dan abasto. Personas permanecen atrapadas en los escombros, sometidos al frío y sin conseguir la ayuda que necesitan. Hasta ahora se reportan más de 6,300 fallecidos y miles de heridos, pero no saben realmente cuántas personas más han desaparecido en miles de construcciones que se vinieron abajo. Horas críticas para quienes aún están con vida, pero no tienen quien los rescate, porque faltan manos, maquinaria, expertos. Ojalá que la ayuda internacional llegue pronto y ayude a salvar cuantas personas sea posible en esa tragedia que, a los mexicanos, nos habla muy directamente.

    Y es que ver las imágenes de ciudades donde se derrumbaron edificios con el sismo o una réplica mayor, da escalofríos. Nos recuerda la gran tragedia de 1985 y, también, la del 2017 en la Ciudad de México. Las heridas de aquellos sismos no se olvidan, renacen cuando vuelve a temblar o cuando la misma tragedia ocurre en otra parte del mundo. Justamente eso pensaba ayer, cuando recorrí la ruta que tomé por muchos años hacia mi trabajo. Predios vacíos, edificios desaparecidos. La faz de esas calles ya no es la misma, y las ausencias señalan esas cicatrices que nos dejó el último movimiento telúrico. Claro, las ciudades cambian todo el tiempo, es su naturaleza. Un día, la tienda que estuvo en la esquina durante años, desaparece. Lo mismo el restaurante de tortas o la lavandería. Sutilmente, los referentes cotidianos de las ciudades desaparecen, hasta no dejar rastro de nuestras cartografías personales. Al contrario de estos cambios, los terremotos alteran violentamente a las ciudades, hacen cambios radicales en solo minutos: destrozan nuestros mapas, desaparecen lo que creíamos inmutable convirtiéndolo en polvo. Su destrucción nos rebasa y si es un gran terremoto, como los que hemos sufrido en la Ciudad de México, dejará heridas especialmente dolorosas como fueron los derrumbes del edificio Nuevo León, en Tlatelolco, o el caso del Colegio Rébsamen. Nos recuerdan que somos vulnerables ante la violencia de la tierra que no avisa, solo sucede intempestivamente sin importarle la corrupción de autoridades y constructores. Por ello habría que preguntarse, querido lector ¿qué tan protegida está nuestra ciudad ahora? ¿Nuestros edificios estarán preparados para resistir otro gran terremoto? Conforme pasa el tiempo, vamos olvidando. Después de todo, la vida sigue, pese a cualquier infortunio. Terremotos, pandemias, aquí seguimos a pesar de las pérdidas.

    Durante muchos años, tras el terremoto de 1985 la ciudad permaneció con edificios desplomados, restos por aquí y por allá, de la catástrofe. Nos acostumbramos a vivir con esas estructuras dañadas porque fue una reconstrucción muy larga, el daño que sufrió la Ciudad de México fue inmenso; miles de edificios y estructuras colapsaron, miles murieron y muchísimas personas se quedaron sin hogar.

    Las consecuencias del terremoto fueron largas y dolorosas, y dejaron su huella en nosotros, profundamente. Entendemos pues la enorme tragedia que sufren los pueblos de Siria y de Turquía, la desesperación y el dolor que deben estar padeciendo estos días, y los que vendrán.

    Es impresionante, querido lector, si uno lo piensa. Han pasado ya cinco años del terremoto del 17 y apenas se sienten como si hubiesen pasado un par. Del 85 ya casi será medio siglo y en nuestra memoria siguen intacto esos días. Incluso en quienes no lo vivieron, el sentido de los temblores nunca será el mismo que se tenía antes de ese 19 de septiembre. Yo recuerdo que, antes de esa fecha, solíamos pararnos debajo de los quicios de las puertas y nada más. No sufríamos de crisis de ansiedad ante cualquier movimiento telúrico y, obviamente, no teníamos una alerta sísmica. La gente no consideraba salir de sus casas, por la sencilla razón de que no teníamos la consciencia de que los edificios podían desplomarse y aplastarnos. Esa consciencia nació después, y ahora atraviesa generaciones. Una consciencia transmitida de padres a hijos, un hecho colectivo que cambió nuestra manera de entender nuestra vida en la ciudad y, también, la forma en que podemos reaccionar ante las catástrofes.

    A veces pienso que esos relatos familiares son como pinturas rupestres: parten del mismo impulso para señalar las cosas que los seres humanos consideran dignas de ser contadas como especie, porque nos sucedieron a todos. Un contacto primario con la fuerza de la naturaleza, indomable.

    Y es que, como sabemos, los terremotos son impredecibles. Tal vez sea uno de los pocos fenómenos naturales ante los cuales el ser humano está completamente a su merced. Tenemos maneras de prever tormentas, ciclones y hasta las erupciones volcánicas. Vaya, hasta el paso de asteroides cerca de la tierra, pero no podemos saber cuándo la tierra se moverá, cuándo una placa tectónica se desplazará por debajo de otra o se romperá. Tal vez, algún día el ser humano logre desarrollar una técnica para predecir los terremotos. Mientras, solo podemos atender los riesgos de los edificios en los que vivimos, ensayar evacuaciones, prepararnos para el siguiente. Porque es un hecho, querido lector, que volverá a haber un gran terremoto en la Ciudad de México. No sabemos cuándo ocurrirá, pero los científicos aseguran que es inevitable. Esperemos, pues, que la tierra nos dé la oportunidad de vivir muchos años más antes de que eso ocurra y que nuestros trabajos de preparación rindan sus frutos.