Hay pintores cuyas obras con gusto cambiaría por las ventanas de mi casa, y eso que vivo en un penthouse bendecido por el sol y el paisaje desde todos los flancos. Kijano es uno de ellos: el mundo que se asoma por sus cuadros me resulta más habitable que este, al que todas las mañanas despierto y entro con la zozobra de no saber si habré de regresar a mi atalaya de sueños.
Y es que para mí, así como la literatura es ucronía: un tiempo hiperreal empotrado en el tiempo blandengue de la vida, la pintura es utopía: un espacio brillante ganado al espacio desteñido de la realidad, un no-espacio cuya perspectiva se abre desfondando y suplantando la sosa y matemáticamente repetitiva diversidad de lo real. Kijano pinta selvas con vegetaciones más salvajes y formas más turgentes, más sólidas, más rumberas y más danzarinas que las que bailotean en los tablados de los centros nocturnos de los que uno sale con la boca seca, las ansias encendidas y triste, pues en el mundo de Kijano la gravedad está invertida y los senos se cuelgan como medias lunas hacia arriba. Son los senos que pintaba Rivera y los que salen cuando el pincel traza una curva en la que se adivinan las ganas de mujer, las ganas que son ganas puras de vivir, porque todo lo que Kijano pinta es un canto a la vida, a la sensualidad, al disfrute y a la alegría. Me alegra contemplar sus cuadros, asomarme a ellos, caminar adentrándome en ellos, respirar ahí.
En esta carpeta titulada “Cuentos de centauros, carabelas y fantasmas de irreverencias y otras delicias” hay centauros verdes, azules y rojos; una carabela tripulada por piratas frutales, y el fantasma de una centauro que viene con los manteles largos de la noche. La selección me gusta y me ha obligado a replantearme la idea con que me explicaba el origen de los seres fantásticos de la mitología: creía, por ejemplo, que las sirenas habían nacido de una simple mezcla; que en un descuido, una memoria olvidadiza había juntado dos recuerdos incompletos y los había ensamblado a la fuerza: así de mal parchadas me parecen las sirenas. Y es que nunca pude entender su belleza: un dorso femenino al que se embona una cola de pez. ¿Cómo pasar la mano de la piel de una cintura tibia a las escamas frías de unas caderas sin sentir repugnancia, sin percatarse de los mal zurcidas que están las dos partes, sin notar la cicatriz queloide que las une?
Contemplando estos grabados de Kijano -los cuales celebraré con sendos relatos en las próximas entregas- creo descubrir una mejor explicación para el origen de los seres mitológicos: no la memoria remendona, sino el deseo voraz: un deseo de más carne, de más volumen; que las manos no basten, que no alcancen los brazos, que el placer se transforme en delirio y en bacanal de formas ondulantes. Empuja hacia atrás, empuja más, parecen decir los pinceles de Kijano al pintar sus centauros, empuja hasta que se engendren unos cuartos traseros colosales que no solo se metan y se pirograben en el inconsciente del espectador, sino que le cambien el modo a sus jadeos y a sus sueños. Contemplar las centauros de Kijano, también, me ha permitido hacerme una hipótesis del imaginario femenino que aparece en la leyenda de Leda, pues no es el ardor de Zeus lo que lo vuelve cisne, sino el deseo de Leda el que transforma topológicamente a Zeus en un cuello emplumado, en un Quetzalcóatl griego que serpea.
Deseo desmedido es lo que miro en las obras de Kijano, voracidad, sensualidad, suculencia: esas lunas que aparecen por todas partes -que son como su firma- que lo mismo ciñen un seno que sustituyen una cabeza, que salen como brazos o como cuernos o como olas o como plantas; son sonrisas, risas abiertas, bocas curvas que llaman al festín del deseo, que invitan no simplemente a vivir, sino a querer vivir.