|
"LA VIDA DE ACUERDO A MÍ"

"Soy mexicana, y a mucha honra"

""

    alessandra_santamaria@hotmail.com
    @Aless_SaLo

     

    El año pasado escribí una columna sobre el aniversario de la Independencia de México, pero no fue un texto alegre. Argumentaba que no tenemos nada que celebrar. Que vivimos en un país violento, peligroso e injusto. Decía que muchos de los mismos pobladores que agitan la bandera y festejan con los fuegos artificiales son los que matan mujeres y secuestran niños. Y todo es cierto; continuamos en ese mismo país, pero también vivimos en una tierra fértil, con un sol que siempre ilumina y habitado por gente de una calidez que todo cura.


    Así que voy a escribir una carta de amor a México; este lugar que me ha dado tanto y del que me quejo sin cesar. Si me fuera a otro sitio, uno muy lejos de casa y que me garantice cosas que aquí ni debajo de piedras encuentro, podría ser feliz, pero nunca sería lo mismo. Si de algo estoy segura es de que siempre extrañaría el único lugar al que podré llamar hogar.


    De Mazatlán, la ciudad donde pasé mi infancia y a donde siempre regreso cuando las cosas se vuelven demasiado, recordaría que en la colonia donde viven mis padres, las mañanas y noches son tan tranquilas que se escuchan los grillos arrullar la oscuridad. Vería siempre en mi mente el monte que de vecino nos hace, con alacranes y gatos incluídos, o el faro que desde la distancia proyecta su rayo de luz al llegar el atardecer. Extrañaría las iguanas de brillante color verde que se paran en la barda de patio a tomar el sol por 10 o 15 horas seguidas, y en específico, aquella que un diciembre particularmente difícil, se subió a mi bicicleta y yo no me percaté de ello hasta que ya estaba montada. Me sacó la primera sonrisa en un par de días.


    Recordaría el Paseo del Centenario y la vista de azul infinito que ofrece; competencia de cualquier otro mar en cualquier otra esquina del planeta. Pensaría mucho en Olas Altas, en cómo se juntan el cielo y el agua al caer la noche y en las cientos de personas que lo usan todos los días para caminar, andar en patines, pasear en bicicleta o hasta tomar cerveza. Evocaría la escuela donde estudié ocho años, aunque ya no exista, y el enorme árbol de mangos que crecía al lado, y cuyos frutos caían a nuestras manos cuando estaban maduros. Hasta el día en que me muera imaginaría a que huelo a ceviche de sierra o a escamocha con lecherita y nuez de Jugos Dengue y nunca olvidaría la Plazuela Machado, frente a la que viví mis primeros seis años y a la que considero es el lugar más bonito y nostálgico del mundo.


    Lo que intento decir con tantas vueltas es que pensaría constantemente en todos los pequeños lugares y las cosas que parecen insignificantes pero cuyo valor es incalculable, y que hacen Mazatlán la ciudad que es.


    En cambio, la Ciudad de México me parece un laberinto que nunca voy a terminar de descifrar. Y así es siempre con las grandes ciudades; es imposible conocerlas del todo y eso es parte de la magia.
    Que si es insegura, que si hay mucho acoso, que si todo es muy caro, que si hay mucho tráfico y la gente es grosera. Pues no hay como negarlo. Pero con todo y todo, cómo me gusta esta ciudad.
    Me gusta que las posibilidades son eternas; me gusta caminar por Avenida Reforma para llegar al trabajo y sentir que estoy en la Quinta Avenida de Nueva York. Me gusta tener bien ubicados mis lugares favoritos para ir a comer tacos de pastor, o pulque bien helado; me gusta (y al mismo tiempo me disgusta) que las calles del centro están siempre a punto de reventar, sea lunes o fin de semana. Me encanta que miles de personas se reúnan frente a Palacio Nacional para dar el Grito y que sin importar qué evento cultural, concierto, exposición, curso, taller o conferencia halla, siempre habrá quien se ponga las pilas por ir, porque la gente tiene sed de hacer y de conocer.


    Me fascina ver las calles repletas de jacarandas lilas en primavera y también los tianguis con sus puestos de ropa usada y de tacos fritos; los señores que venden camotes o tamales oaxaqueños, y a los cuales no conozco en lo más mínimo pero se sienten como viejos amigos porque sus sonidos son parte del encanto de la capital; los parques que nos dan un alivio del agobio urbano y la gente que viene de todas partes de México y del mismo planeta Tierra para perseguir un sueño o dejar atrás una pesadilla. Lo digo en serio, cómo me gusta esta ciudad.


    Cómo me gusta México. Aunque me dé miedo y me haga enojar y luego me resigne y piense “Ni modo, aquí nos tocó vivir”. Este es mi país, es mi suelo y mi patria, y de aquí es mi gente. De aquí soy yo. No sé lo que me depare el futuro o en dónde pueda terminar por azares del destino. Pero de aquí soy, y a mucha honra.