Es ampliamente conocido que hay muertes inesperadas y sorpresivas, muertes que nos confunden, aturden y dejan totalmente atónitos. En efecto, es común que se nos comunique la funesta noticia del fallecimiento de un familiar, amigo o conocido y, nosotros, exclamemos entre incrédulos y sorprendidos: Pero, ¿cómo sucedió? ¿No sabíamos que estuviera enfermo? ¿Fue producto de un fatal accidente?
Hay muertes que, por el contrario, se aguardan y esperan. El exceso de años, padecimientos y achaques, o las enfermedades terminales, se encargan de estarnos avisando que el desenlace ocurrirá en el momento menos pensado. Sin embargo, aún en estos casos perentorios de enfermedad, desgaste o envejecimiento, hay cierta resistencia a la familiarización con la inoportuna e impertinente presencia de la muerte. No obstante, conviene subrayar que, en algunas ocasiones, la muerte se considera una ventaja o bendición, porque supone la cesación del sufrimiento de la persona que agoniza.
Por eso, aunque en la columna anterior hablamos de una preparación a la muerte, queremos también enfatizar que cualquier preparación a este perentorio desenlace resultará algo prematuro e insuficiente, puesto que siempre existirán imprevistos, situaciones inesperadas y nudos gordianos que nos tomarán por sorpresa.
Por eso, Vladimir Jankélévitch, en su ensayo de 1966, titulado La muerte, expresó: “Esta preparación no nos familiarizaría en absoluto con la aventura que debemos correr y para la que estamos totalmente desprovistos; esta preparación en lugar de evitarnos sorpresas, nos abandona en el umbral de la prueba a nuestra angustiosa soledad. Por eso, haga lo que haga, el hombre siempre estará tomado por sorpresa; el enemigo llegará siempre en el momento en el que menos se lo esperaba, y por supuesto, mucho antes de lo que esperaba”.
Definitivo, siempre hay una última gota que termina por derramar el vaso.
¿La aguardo o me sorprende?
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