@oscardelaborbol / SinEmbargo.MX

    Entre las muchas desgracias que pueden ocurrirnos -y la lista es inmensa- está la soledad. No me refiero, obviamente, a la soledad que uno busca ocasionalmente por gusto, sino a aquella de la que no puede escaparse: la soledad de la que por más que lo intentemos se torna imposible salir. Porque la soledad es, como dijo Paz, un laberinto, un círculo vicioso que a cada vuelta nos vuelve más huraños, menos aptos para encontrar la manera de huir de ella, ya que la salida siempre es la misma: la solución siempre es el otro. No cualquier otro, por supuesto, sino un otro que posea ciertas características: las que lo vuelven un potencial amigo.

    Y aquí, comienzan las dificultades: cualquiera en la soledad, decíamos, se vuelve huraño y, por tanto, se le atrofia la capacidad de hacer amigos y, además, las ideas de amistad que circulan están atravesadas por dos planteamientos filosóficos que se han tergiversado: el aristotélico y el derridiano. Con el primero, al margen de lo que sobre el tema haya dicho Aristóteles en su Ética nicomáquea y en su Ética eudemia, corre por el mundo una versión simplificada con la que se ha idealizado a tal grado la amistad que se ha vuelto del todo inencontrable. Así, si la amistad es -según esos decires- un vínculo en el que debe de ausentarse toda clase de interés-utilidad y el “verdadero” amigo ha de ser absolutamente incondicional, resulta imposible encontrar a una persona que ni siquiera remotamente reúna esos requisitos: que sea absolutamente desinteresada y completamente incondicional.

    Y el otro planteamiento también simplificado viene del libro de Derrida: Políticas de la amistad, donde al subsumir la amistad como una forma de relación con el otro, la presenta bajo la luz de una relación de poder en la que uno de los términos invade con su yo al otro, lo desotra o lo somete a ser como él mismo. Por lo que la conclusión obvia es: la amistad es un imposible.

    Sin entrar en el desglose fino de una y otra éticas, pues lo que me interesa son las formas burdas de las ideas que circulan por las calles, descubro que estas versiones abaratadas se han convertido en obstáculos para que la amistad real, la que todos hemos conocido alguna vez, pueda ser encontrada por quienes sufren de soledad, pues ni existen esos amigos angelicales que están dispuestos a todo por uno sin esperar nada a cambio, ni necesariamente, en la práctica uno se topa con esos amigos endiablados que deliberadamente tienen la intención clara de apoderarse de uno y desotrarlo.

    El problema no es un problema erudito: aclarar si lo que dijo o no Aristóteles o Derrida es exactamente lo que la gente piensa, sino que a la gente, a nosotros mismos hoy nos suena válido que un verdadero amigo sea totalmente desinteresado e incondicional, que sintamos que un amigo es aquel con quien podemos contar en todo momento y que, además, no busque nada a cambio. Y también que nos suene válido que en la relación con el otro hay un juego de poder en el que alguno termina por imponerse avasallando al otro. Estas son las ideas que nos parecen ciertas. Y como se actúa según lo que uno admite como válido, hemos terminado por quedarnos solos, pues por más que salgamos a buscar no encontramos amigos, sino personas interesadas, con las que muy pocas veces podemos contar y que, además, debemos someternos a ellas si queremos conservarlas. El problema es un problema práctico: la soledad sin puertas.

    Tal vez valdría la pena darnos cuenta de que, efectivamente, en este mundo nadie hace nada por nada (aun la persona más desinteresada se acerca a nosotros por lo menos por el gusto de estar con nosotros, y este gusto es un plus, por lo que ya no es desinterés absoluto) ni está dispuesto a todo por nosotros (hay límites, horarios y, sobre todo, no podemos demandar ayuda indefinidamente sin que en algún momento se colme la buena disposición inicial) y sí, es un juego de dominación el que se traba con los otros; pero que no existe nada más: admitir que no existen la perfección utópica, ni las personas ideales y que -como somos seres necesariamente sociales- no nos queda más remedio que aceptar este mundo, así como es: imperfecto, interesado, condicionado y de lucha constante por mantener nuestra autonomía en la convivencia. Porque, finalmente, eso es lo que ocurre y ha ocurrido siempre y, pese a ello, uno ha podido tener buenos amigos a ratos y estar al margen de la soledad muchísimas veces.