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Mi caso no es muy diferente del de otros mexicanos. ¿Cuándo se convirtió en mí en una creencia firme? ¿Por qué no suelo cuestionármelo? Quizá la respuesta está en los orígenes. En estos “días de muertos”, he pensado en los míos.
Luis Villoro, el brillante filósofo, diseccionó las creencias. De algunas somos conscientes, de otras no. En la historia las regresiones, esos actos de volver atrás, de retroceso, han existido. El nazismo es quizá el caso más emblemático: una de las naciones más educadas del mundo destruye su incipiente democracia y se deja llevar por un monstruo. Pero desandar no es natural en el ser humano. No lo es, porque dijera el querido Carlos Castillo Peraza, el único elemento verdaderamente no renovable de la vida es el tiempo.
Mi bisabuelo, Vicente Heroles, emigró por pobreza de Vinaròs, a finales del Siglo 19, entonces una pequeñísima villa pesquera. El y su pareja eran iletrados, firmaban con una X. Trabajando muy duro, formó una familia, tuvieron tres hijas. Dejó el hambre atrás. Una de ellas, mi abuela, se casó con otro emigrante español de principios del Siglo 20, también era pobre. Jesús Reyes vino de Almería. Ambos migrantes llegaron a Tuxpan, Veracruz, en ese momento un villorrio. De allí salió mi padre, de un hogar sin libros, y se convirtió en un hombre muy ilustrado. Del lado de mi madre la historia es más amable. Federico González Garza, su padre, maderista de hueso, también se hizo a sí mismo. Fue telegrafista para convertirse en un excelente abogado. Él acompañó a mi madre a inscribirse en la carrera de Relaciones Internacionales, rara obsesión en esa época. A mis abuelos y a mis padres les tocó un mundo convulso, la Segunda Guerra, la bomba atómica, la Guerra Fría. Pero también el nacimiento de Naciones Unidas, el control de los armamentos atómicos, el avance de la medicina. Guerras sí, pero no para atrás. Ahora, la posibilidad de un episodio nuclear merodea. Yo lo daba por descartado.
Lo mismo me ocurre con mi país. Nunca me imaginé que un gobierno destruyera las instituciones que lo sostienen: salud y educación, las más dolorosas. Siempre creí que el militarismo en México no era un riesgo. Episodios terribles, como el 68 o la Guerra Sucia, son una némesis en la conciencia nacional. Desmontar el poderoso aparato autoritario se llevó décadas, hubo muertos, represión, pero lentamente fuimos transitando y construyendo nuevas instituciones para desarrollar nuestra democracia, vigilar los derechos humanos y hacer más próspera nuestra economía. Las políticas públicas, poco a poco, se profesionalizaron. México se abrió al mundo, no fue fácil, mirarnos el ombligo es una tentación permanente. Compararnos era traición.
Pero con todas sus conocidas deficiencias -la inequidad quizá la más grave- México prosperó. Educación y salud eran parte de la mística nacional. Nuestro País dejó de tenerle miedo a la modernidad, a la apertura, a la vigilancia externa. La voz de México en el escenario internacional era respetada. Aprendimos a exportar. Desarrollamos los servicios. Nos premiaron en vacunación. Inimaginable, el país autoritario parió instituciones democráticas que se convirtieron en referente internacional.
Pero en cuatro años un hombre obsesionado consigo mismo y su trascendencia, seguido de una pandilla, han puesto a México contra la pared. A destruir y retroceder en todo es la consigna. Guiados por una entelequia -(4T)- su batalla final es dinamitar el aparato electoral, médula de nuestra democracia. La propuesta es una suma de perversidades -muy refinadas, por cierto- que entregarían el poder a una fuerza y destruirían nuestra pluralidad.
Llegamos al parteaguas. No hay posible gradación en el apoyo. ¿Les gusta la polarización? Entonces, de un lado los que crean en la legalidad, en la libertad, la pluralidad y la mejoría siempre posible. Del otro, la fiera que todo lo devora.
Para un bisnieto, nieto e hijo de personas que creyeron en un mejor futuro, no hay regreso.