Hay momentos a lo largo de una relación donde los amigos tocan el tema de la muerte. Casi siempre es con motivo de un deceso o un funeral; la mayoría evade el asunto en la conversación común para no remover un recuerdo, la simple cortesía o evitarse incomodidades.
Esto último puede ser una cobardía: no preguntarle por el recientemente fallecido “para que no se sienta mal” cuando el que no quiere sentirse mal es el otro interlocutor, que no quiere saber las circunstancias precisamente para no compartir el sentimiento, actitud que deberíamos tener.
Otros lo hacen libremente, a veces en broma, a veces de manera tranquila dentro de una charla profunda. Mi amigo Gustavo Galaviz tenía la cualidad de poder conversar tanto de política, de música o la simple vida real sin cambiar el tono o perder la compostura en ese momento. El diálogo siempre en el mismo tono modulado y directo.
A Gustavo Galaviz toda la universidad y la comunidad artística alternativa lo conocían como “Silvio”, ya que era un trovador que dominaba el repertorio de la entonces ya vieja Nueva Trova Latinoamericana y algunos otros temas incluso no muy conocidos.
Mochiteco a gran orgullo, se adoptó perfecto a Mazatlán y fue orgulloso habitante de la Casa del Estudiante “Mártires 7 de abril” de donde le escuché historias de lucha social, bromas juveniles y penurias humanas vista con el prisma del humor y la inexistente, entonces como concepto, resiliencia.
Lo mismo en composiciones de Pablo Milanés o Carlos Mejía Godoy o piezas hechas por anónimos combatientes, como una melodía que hablaba de las guerrillas en Cochabamba u otra que se llamaba “¿Qué es el FAL?”, donde se explicaba, paso a paso, la descripción del Fusil Ametrallador Ligero y como usarlo contra el imperialismo yanqui.
Silvio no sólo era un personaje que animaba las peñas: por años fuimos compañeros en el área de la cultura, y si bien su puesto era de asistente del entonces Vicerrector, nos ayudaba voluntariamente en la talacha de organizar eventos... Cuando la cosa era por varios días, mi jefe superior lo pedía “prestado” para sacar adelante los retos y ahí andábamos en la brega. Usábamos el método cubano: hacer las cosas con lo que hay y lo que no hay,
Gustavo Galaviz no sólo era bueno para mover y lidiar artistas del círculo universitario o en las idas al aeropuerto, sino también era alguien con experiencia en la calle y a quien nunca se le atoraba la carreta. Conocía todos los vericuetos y atajos para resolverlos y no le daba vergüenza cargar sillas o empuñar una escoba.
Era Licenciado en Ciencias de la Comunicación, ejerció con ánimo el magisterio y quería mucho a su esposa Hilda, a quien le había compuesto varias melodías.También podía tener una conversación divertida e inteligente con escritores, cineastas y especialmente con sus colegas de la música, sin caer en el protagonismo.
Lo mismo con Virulo, Gabino Palomares, Marcial Alejandro o el destacado pianista cubano Gonzalo Romeú, quien dio un concierto en el Teatro Ángela Peralta usando como pista de fondo a la orquesta de su abuelo, en un alarde de tecnología de hace 15 años que Silvio bautizó como “El sistema Sanfarinfas”, ya que era el mismo principio que usaba de ese otro fallecido personaje de la bohemia mazatleca.
Alguna vez hablamos del tema de la muerte, escuchando una melodía de Silvio Rodríguez llamada “La escalera”, en donde el personaje narra que un día, caminando por una calle cualquiera y silbando un trino, se topó con una escalera al lado del camino: una escalera sencilla de rústico enmaderado.
La canción puede ser una apología a lo elemental: un hombre ve una escalera, se sube a ver que hay arriba y luego desciende con el alma contenta. Aunque en la composición no está claro si desciende.
Pero nosotros creímos ver ahí una metáfora de la muerte: la creencia de que a veces, al llegarnos ese dramático momento, no nos damos cuenta sino hasta después de sucedido, evitándonos la angustia súbita, encontrándonos luego de repente escuchando una repentina canción junto a los amigos que ya se fueron.
Así quiero imaginar que se fue Silvio y que lo haremos todos: que encontró una escalera en su camino y por ahí se fue, silbando su trino.
Esa canción era una clave entre nosotros y su melodía final a veces la invocábamos a la hora de la cerveza, la risa por las experiencias vividas y la hermandad infinita que nunca se termina: la muerte puede terminar con una vida pero jamás con una relación.
No olvidemos eso, en especial por estas fechas y estos momentos.