Quien crea que la Presidencia de la República sabe o debe saber cómo construir la seguridad, la justicia y la paz, se equivoca. Quien ocupa la silla presidencial, sea cual sea su apoyo popular, es una persona de carne y hueso que, como cualquier otra, no tiene poderes sobrenaturales para reunir en ella la sabiduría absoluta (lamento mucho que haya quien aún cree lo contrario). Lo que sí debe reunir esa persona son las competencias y habilidades suficientes para reunir los saberes que deben converger para resolver los problemas de interés público, en especial los que más lastiman a la sociedad.
Uno de los más prestigiados especialistas en estudios endoscópicos declaró apenas que actualmente todas las encuestas aplicadas por entidades públicas y privadas colocan a la inseguridad en el primer lugar de los problemas percibidos por la mayoría. Todas. El 29 de agosto el periódico Reforma mostró que entre 2020 y 2023 se ha duplicado la proporción entre quienes así lo responden, llegando al sesenta y seis por ciento. Será un sexenio federal más con la misma historia: política de seguridad reprobada.
He observado sistemáticamente el tema durante cinco presidencias y encuentro perfecta consistencia transexenal en lo que llamo el síndrome del “autoencierro”. Es un padecimiento que afecta a todos los presidentes; comienza inmediatamente después de ser electos y se agudiza todo el periodo de gobierno. Es más o menos fácil de apreciar si pones atención. El síntoma principal es la construcción de una interpretación de la inseguridad y de su solución que convence al Ejecutivo Federal, no porque está basada en el conocimiento idóneo, sino porque está a cargo de personas y grupos cercanos y sobre todo leales a aquel.
Es un caso típico de adecuación de “la realidad” a una interpretación mediada por preconcepciones políticas. Más en concreto, lo que sucede es que quienes van a tener el control de la política de seguridad construyen una idea que se ajusta precisamente a lo que responde a sus intereses. Quizá el ejemplo más elocuente son los militares, quienes ven a la seguridad como un asunto de fuerza y a eso alinean las decisiones.
El “autoencierro” presidencial en seguridad opera exactamente en sentido contrario a lo que hemos necesitado que construya el Estado hace décadas: políticas integrales, multidimensionales e inclusivas. Miren este contraste: mientras ese “autoencierro” delega la gestión de la seguridad en el grupo compacto de leales, las políticas referidas implican la gestión política personal y directa para, desde la cabeza, liderar la construcción de lo que el especialista argentino Marcelo Saín denomina gobierno político de la seguridad. A la manera, por ejemplo, de lo que pude constatar en las dos alcaldías de Antanas Mockus en Bogotá, Colombia.
Con las personas leales se nubla la vista, con la otra vía se abre la mirada a diversos mundos de posibilidades para reducir las violencias, la delincuencia y la impunidad. El enorme giro es gestionar o no gestionar la auténtica acción colectiva desde el liderazgo presidencial.
Desafortunadamente hay fuertes incentivos sociales para que la presidencia se encierre con sus leales porque domina el alineamiento desde arriba y desde abajo hacia la simplificación de todo esto, haciendo fácil (y a la vez extraordinariamente destructivo) seguir tomando las mismas decisiones que ponen en el centro la fuerza del Estado, a pesar de la monumental evidencia del fracaso de ese enfoque hegemónico.
La persona que ocupará la silla presidencial en 2024 tendrá sobre sus hombros la llave que en estricto sentido definirá si México termina o no en manos de la gobernanza criminal. Tendrá esa persona la llave que abrirá o cerrará la puerta para construir políticas integrales, multidimensionales e inclusivas que podrían evitarlo. Si la cierra, será un sexenio más de desgobierno político de la seguridad; si la abre, será lo contrario.