Secuelas de la reforma judicial

20/09/2024 04:01
    El paso hacia un modelo de elección por sufragio de todas las personas juzgadoras del País amplía las posibilidades de control político sobre el Poder Judicial.

    El 12 de octubre de 1928, frente a la reforma judicial impulsada por el gobierno de Álvaro Obregón, Luis Cabrera publicó una carta en la que escribió: “Hay que tener valor para decir las cosas con sinceridad y con franqueza. Lo que motivó esas reformas constitucionales no fue el llamado desprestigio de la Suprema Corte de Justicia, ni la corrupción del Fuero Común [...] La verdad es que la precipitada e inconsulta reforma constitucional que se ha hecho con el pretexto hipócrita de mejorar la administración de justicia, se debió a un ‘programa’ de reformas que tenía por objeto establecer en México una verdadera dictadura constitucional [...]”.

    El texto de Cabrera resuena hoy, a casi un siglo de distancia. Más que por la caracterización del régimen que emergió en ese tiempo, lo hace por la valentía con la que denunció cómo se habían instrumentalizado las disfuncionalidades de la justicia mexicana para aumentar el control del Ejecutivo sobre la Judicatura.

    Precisamente, esto es lo que hay que denunciar de la reforma judicial que fue aprobada la semana pasada, en un proceso que deja detrás de sí graves y justificadas preocupaciones tanto por su forma como por su fondo. Y es que el paso hacia un modelo de elección por sufragio de todas las personas juzgadoras del país amplía las posibilidades de control político sobre el Poder Judicial.

    Por eso, es relevante subrayar que son legítimas y razonables las diversas impugnaciones que se han anunciado. Si bien en México se ha mantenido por décadas un entendimiento ortodoxo conforme al cual las reformas constitucionales no se consideran susceptibles de ningún tipo de control, la discusión no está terminalmente zanjada y menos frente a una modificación de esta naturaleza. En el plano nacional, diversos ministros han estimado que esto es posible, por cuestiones de procedimiento, pero también de fondo. Lo mejor de la academia, tanto en el ámbito nacional -incluso la que hoy es cercana al partido en el poder- como en otras latitudes, así lo estima también. También, otras Cortes Supremas así lo han entendido, acudiendo a figuras como las decisiones políticas fundamentales o la sustitución de Constitución. Finalmente, la Corte Interamericanadesde hace tiempo ha estimado que puede haber control de convencionalidad sobre normas constitucionales.

    Es relevante recordar estas referencias ante la consideración de que impugnar la reforma es ingenuo, en el mejor de los casos, o antidemocrático, en el peor. No es así. Estamos ante un escenario frecuente en el constitucionalismo contemporáneo. Para los organismos de derechos humanos mexicanos, el tema no es nuevo y es de congruencia: bajo las mismas convicciones, organizaciones como el Centro Prodh acompañamos en 2001 las controversias constitucionales de los municipios indígenasante la reforma constitucional que incumplió los Acuerdos de San Andrés.

    Insistir en la legitimidad de estas impugnaciones no implica pronosticar que éstas vayan a ser exitosas. Nada permite presumir que vayan a prosperar y las condiciones son más que adversas. Pero sostener que el poder reformador de la Constitución no tiene ningún límite y que cualquier recurso es frívolo o contrario a la soberanía popular, no refleja la complejidad de los debates del constitucionalismo contemporáneo y abre la puerta a escenarios indeseables para los derechos humanos, incluso más allá de la actual coyuntura.

    Estamos en un momento en el que importa llamar las cosas con su nombre. México no se ha convertido en una dictadura por la reforma: equiparar la actual deriva política a regímenes de esta naturaleza de inicios del siglo XX no resiste el rigor histórico. Pero lo que en forma y fondo ocurrió con la reforma judicial no anuncia el promisorio fortalecimiento democrático pregonado desde el poder.

    Por eso, las alertas sobre la deriva que está viviendo México son justificadas. De reproducirse lo visto en la discusión sobre la justicia en el inminente debate de las modificaciones más nocivas que también se incluyeron en el llamado “Plan C” -incrementar la prisión preventiva oficiosa, entregar la Guardia Nacional con fuero militar a Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y modificar el histórico artículo 129, desaparecer al INAI y al Coneval, e impulsar una reforma electoral con aspectos regresivos-, será factible hablar de cambio de régimen e incluir a México en la creciente lista de países que experimentan erosiones o declives democráticos por el ascenso de formaciones políticas con robusto respaldo popular, pero con poco compromiso con los valores del constitucionalismo.

    Estos regímenes se apartan del ideal y la práctica de la democracia constitucional, que no sólo exige mayorías en urnas, sino también división de poderes, pluralismo, sujeción al régimen internacional de derechos humanos, subordinación de lo militar a lo civil, etcétera. El componente mayoritario se preserva -y en ese sentido básico, estos países siguen siendo democráticos-, pero no sucede lo mismo con las demás exigencias de un régimen plenamente constitucional.

    México nunca ha sido una democracia constitucional plena. Imposible afirmarlo así dada la campante desigualdad tolerada por la tecnocracia durante décadas y, al menos desde hace 15 años, por el control territorial de la macrocriminalidad en amplias zonas del País, traducido en miles de homicidios y desapariciones impunes. Pero el ideal de la democracia constitucional subsistía y orientaba como horizonte los esfuerzos y las prácticas de diversos actores políticos y cívicos que confluyeron en las más rescatables iniciativas públicas de las últimas décadas, en procesos sociales donde se conquistaron derechos.

    Abandonar este ideal en aras de un incierto proyecto que procede en forma y fondo como lo vimos en la discusión de la reforma judicial, aprovechando la flaqueza política y moral de los partidos de oposición, justifica plenamente alertar sobre el riesgo de la erosión democrática.

    En ese panorama sombrío, si algo hay que rescatar es que toda la evidencia indica que estos procesos no son ni lineales ni fatales. De la responsabilidad de la próxima Presidenta y de quienes detentan la mayoría; de la actuación de la Oposición formal; del entendimiento de la comunidad internacional; del entorno económico, y de la vitalidad del espacio cívico -medios, sociedad civil, movimiento sociales- depende en buena medida que se active la resiliencia democrática para que no se desemboque en los peores escenarios. Decir las cosas con honestidad y franqueza, como lo hiciera hace un siglo Cabrera, también contribuye a este fin.