Salir o resguardarse en Culiacán

    Evitemos caer en un estado de alarma permanente. Si bien hay razones para estar alertas, vivir en tensión constante no sólo no ayuda, sino que puede enfermarnos. A veces, el daño psicológico de anticipar un evento violento es peor que el evento en sí, que en la mayoría de los casos nunca ocurre.

    Actualmente, muchas personas en Culiacán vivimos con la disyuntiva constante: ¿salgo y me expongo al riesgo de un evento violento aleatorio, o mejor me quedo en casa, con la esperanza de evitar cualquier situación peligrosa? La realidad es que ni una ni otra decisión garantiza completamente la seguridad.

    Ya sabemos que los hechos traumáticos, cuando ocurren, lo hacen sin previo aviso, y a veces ni siquiera importa si estás en la calle o dentro de tu casa. Por eso, vale la pena reflexionar sobre cómo percibimos las probabilidades de estos eventos y cómo eso influye en nuestras decisiones diarias.

    Uno de los intentos por recuperar la vida nocturna en la ciudad ha sido el operativo de vigilancia durante las noches, que es impulsado por el Gobierno del Estado. Más allá de su eficacia inmediata, esta estrategia ayuda a mejorar la percepción de seguridad en las calles. Es un primer paso para que volvamos a salir con más confianza, y que poco a poco vayamos dejando atrás el confinamiento autoimpuesto por miedo.

    Sentirnos más seguros en la noche también tiene un efecto dominó: mejora la tranquilidad durante el día y ayuda a crear un ambiente general de menor estrés. A la larga, esto puede incluso beneficiar la salud mental y física de la población.

    Algo interesante de todo esto es cómo nuestro cerebro procesa los riesgos. Por ejemplo, cuando ocurre un hecho con alto impacto emocional -como un atentado, un carro incendiado o una casa baleada-, la impresión de peligro se dispara, aunque la probabilidad real de vivir algo así siga siendo muy baja.

    También cometemos errores cuando tratamos de deducir probabilidades sin datos claros. Si nos ponen un bote con pocas bolas rojas y muchas negras, y no sabemos cuántas hay de cada una, solemos subestimar la probabilidad de tomar una bola roja. Pero si nos dicen que solo el 3 por ciento son rojas, curiosamente, tendemos a sobrestimar su aparición.

    Lo mismo pasa con los eventos violentos: aunque sepamos que son poco frecuentes, basta con ver una noticia o escuchar una historia cercana para que la posibilidad de ser víctima se sienta mucho más alta de lo que realmente es.

    En términos estrictamente probabilísticos, la posibilidad de que una persona se vea involucrada en dos eventos peligrosos similares en el mismo lugar y a la misma hora es bajísima. Sin embargo, no dejamos de pensar que si ya pasó una vez, puede volver a pasar. Ese es un sesgo común: creemos que lo raro se vuelve más probable solo por haberlo presenciado. Por el contrario, si transitas regularmente por una zona donde nunca ha pasado nada, es muy probable que así siga siendo. La información y la experiencia nos juegan trucos mentales.

    Entonces, ¿cómo convivir con esta realidad? Lo primero es reconocer que nuestra percepción no siempre coincide con los hechos. No se trata de minimizar los riesgos, sino de ponerlos en perspectiva. Vivimos en una ciudad con desafíos, sí, pero también con rutinas que se mantienen sin mayores sobresaltos para la mayoría.

    Si no ha sufrido ningún percance, continúe con la estrategia que ha seguido, porque parece estar funcionando. En cambio, si ha enfrentado varios, quizá sea momento de replantear la forma en que se está exponiendo a estos eventos aleatorios.

    Evitemos caer en un estado de alarma permanente. Si bien hay razones para estar alertas, vivir en tensión constante no solo no ayuda, sino que puede enfermarnos. A veces, el daño psicológico de anticipar un evento violento es peor que el evento en sí, que en la mayoría de los casos nunca ocurre.

    Aprendamos de lo vivido. Muchos de nosotros llevamos años en Culiacán sin haber sido testigos directos de un hecho violento. Eso no nos hace inmunes, pero sí nos habla de una experiencia cotidiana que vale la pena valorar. Seamos prudentes, mantengamos el sentido común, y recordemos que también hay gente haciendo lo necesario para mejorar la situación. Quizá no al ritmo que quisiéramos, pero sí con señales de que el rumbo puede cambiar.

    Sigamos caminando paso a paso hacia una paz posible. Una paz que no se impone con miedo, sino que se construye con confianza, empatía y una visión más clara de lo que realmente es probable -y lo que no.