En el colegio al que asiste mi hijo está estrictamente prohibido que los alumnos de primaria y secundaria regresen solos a sus casas al finalizar las clases. A los estudiantes de preparatoria también se les anima a esperar a sus padres. No pueden salir a no ser que sus tutores firmen una carta responsiva.
Incluso en las escuelas públicas es cada vez más raro ver a niños caminando en grupo tras el toque de salida, con la mochila a la espalda y un pirulí de hielo escurriendo jarabe colorado por sus muñecas.
Al igual que muchos de mi generación, a quienes nos tocó ver por televisión el asesinato de Colosio, el mundial del 94 y el alzamiento zapatista siendo todavía unos niños, tuve la fortuna de vivir muy cerca de la escuela donde cursaba la primaria.
Desde mi casa podía escuchar las campanadas de las ocho, mientras me apresuraba a terminar el desayuno, salir corriendo, aventar la mochila por encima de la reja y meterme entre los barrotes para colarme en las filas de mis compañeros ya formados para el homenaje a la bandera.
Era muy común que a la salida nos quedáramos todavía un buen rato en la calle. Jugábamos al futbol o al béisbol con un palo de escoba. Fue un tiempo de grandes ídolos del deporte. Imitábamos las atajadas de Jorge Campos, los gestos de Michael Jordan, y más de uno se agarró a golpes como Julio Cesar Chávez contra Meldrick Taylor.
Ya luego, arriba de los árboles, protegidos del sol de mediodía, los amigos se despedían uno a uno tras los llamados para ir por las tortillas. Era como si nuestras mamás tuviesen la más absoluta certeza de que estábamos ahí, seguros, en el traspatio de la casa, porque el hogar se extendía a todo el vecindario. Bastaba un grito fuerte para traernos de vuelta.
En aquel entonces todavía se usaba esperar a que el papá llegara del trabajo y comer juntos en familia. Lo recibíamos con cariño, pero a veces también con miedo, era a quien le rendíamos cuentas por las travesuras y las malas calificaciones.
En la mesa cada cual tenía su lugar. El jerarca en la punta y la madre siempre a su lado derecho. Todos los demás acomodados por rango de edad. Marlin en escabeche durante la cuaresma, caldo de res cualquier otro día del año, comida abundante, al centro una jarra de agua de fruta para aliviar el calor, queso fresco y tortillas envueltas en una servilleta de flores bordadas. Nadie se levantaba hasta terminar el último bocado. Eran los vestigios de un modelo de familia patriarcal que estaba a punto de colapsar.
En los años siguientes, las crisis económicas empujaron a las mujeres a incorporarse en la economía para completar el ingreso, esto ayudó a tomar conciencia de algunas desventajas sociales entre hombres y mujeres, y a luchar por la equidad en el trabajo y el hogar. El empoderamiento femenino trastocó las relaciones familiares en un México profundamente machista, que todavía no ha podido conciliar del todo las relaciones de pareja.
Desde aquellos días las ciudades, al igual que las familias, han cambiado muchísimo. El rasgo principal de la transformación urbana fue la expansión hacia la periferia, la obsesión por las vías rápidas y el automóvil como protagonista de la movilidad.
¡Cuánta calidad de vida y espacio público hemos perdido por la falta de una planeación adecuada! Yo estoy convencido que el grado de civilización de una ciudad bien puede medirse por el número de niños que ves jugando en las calles. En Culiacán, en cambio, la gente suele evaluar el progreso por el número de autos de lujo en circulación.
Siguiendo esa lógica buchona, el Gobernador de Sinaloa acaba de anunciar el proyecto estrella de su mandato: un anillo periférico para la capital. ¡Qué aberración! Oye, Rubén, lo que queremos es que los niños puedan volver a andar solos por la calle en sus bicicletas.
El problema con las vías rápidas es que ni siquiera solucionan el tráfico vehicular. Calles más amplias tienden a ser ocupadas por más autos. Es un cuento sin fin. Allí está el ejemplo de la Avenida Álvaro Obregón, convertida desde el 2016 en una autopista de cinco carriles. Pero no sólo es eso, los periféricos parten la ciudad, impulsan el crecimiento hacia las orillas, vacían la ciudad interna, rompen comunidades y generan elevados costos sociales y ambientales.
La escritora Roxana Kreimer dice que el mundo moderno está basado en la fe sobre el individuo. El automóvil representa esa certeza. La del individuo que sabe a donde va. De modo que el automóvil es ante todo un símbolo de libertad. Siempre listo para huir o escapar y para soñar metas estrictamente individuales. El problema radica en que, al igual que nosotros, miles deciden lo mismo, y terminan, paradójicamente, estancados todos en la autopista. El medio de transporte que nos alejaría de las aglomeraciones nos pone de vuelta en medio de ella.
En otras partes del mundo, como Barcelona o Madrid, hartos del congestionamiento vehicular, los ciudadanos han organizado un movimiento para erradicar el trafico alrededor de los centros educativos. Este movimiento llamado revuelta escolar es una iniciativa promovida por docentes, que hace participes a los niños, sus familias e involucra a todo el vecindario para tomar las calles aledañas a los planteles una vez cada quince días.
Más que cerrar las calles, el movimiento revuelta escolar busca abrirlas a la gente. Quieren entornos escolares seguros, que los barrios vuelvan a ser zonas de juego, socialización, conversación y puntos de encuentro.
Muchos me dicen que eso no es posible aquí en México, menos en Culiacán. Que no sólo es el tráfico, también influye la inseguridad. Yo igual le agregaría las extenuantes jornadas laborales. A la mayoría no le queda tiempo ni energía para salir a jugar con sus hijos. ¡Toma la tablet, déjame descansar!
Pues propongámonos combatir todo eso de una buena vez. Exijamos ciudades compactas, comunidades seguras, vivienda asequible, espacios públicos abundantes, un tope en las jornadas de trabajo, sincronizar los horarios laborales con el de las escuelas. Solamente así regresaran los niños y las niñas a la calle para tener la infancia que merecen.
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