El sino del escorpión pende de un hilo mientras viaja en el Cablebús y observa allá abajo el muy extenso territorio de Iztapalapa. Cierta sensación lúdica de estar en un juego de feria asalta al alacrán cuando viaja en este aéreo transporte urbano. Para mayor emoción, ese día los transportistas habían anunciado un paro con el objetivo de “colapsar” la ciudad en apoyo a la demanda de elevar sus tarifas, pero el habilidoso Martí arregló el conflicto en un par de horas. Ante el panorama y el viaje, el arácnido revive una de las historias cruciales de la modernización de la ciudad: la del transporte público de pasajeros.
Una escena de la película ¡Esquina bajan!, filmada en 1948 por Alejandro Galindo, parece cifrar ese relato. La secuencia recrea en clave de divertida y melodramática comedia las peripecias de un atrabiliario chofer de camión (David Silva), y de su inseparable cobrador (Fernando Soto Mantequilla), quien campechano y alburero recolecta el dinero del pasaje. Un ambulante trío guitarrero musicaliza el viaje cantando Ahí va el camión, tonadilla de barrio escrita por Chava Flores, donde se ofrece un catálogo picaresco de la variedad de pasajeros apelotonados en el camión de la ruta Xochicalco y Anexas. Burócratas enojados por los enfrenones, albañiles y peones vociferantes, vendedores con huacales de frutas y costales de mercancía para ofrecer en el mercado, señoritos melifluos de sombrero lucidor, tinterillos molestos por los empujones, señoritas de buen ver -sometidas a los roces clandestinos de arteras manos masculinas -, galanes olorosos a loción, torvos “calaveras” y algún carterista mustio, nutren ese álbum de populares figuras urbanas de medio siglo.
El ajetreo, los variados accidentes, las continuas descomposturas, las temibles intervenciones de la dentada policía de tránsito, la incomodidad, el manoseo, el carterismo y demás avatares de los pasajeros, se revelan con nitidez en el registro de Galindo como el costo inevitable y problemático de la novedosa aventura del progreso urbano emblematizada por el arribo del camión. Pero el paulatino desplazamiento de los antiguos carricoches, las diligencias, las carretelas de caballos e incluso del caballo mismo por los medios de transporte de la modernidad, se había iniciado, con asombros y cobrando sus cuotas de nostalgia e incertidumbre, al finalizar el Siglo 19.
Con su aire de gran mole en movimiento, predestinado a la circularidad de su viaje por los renglones cromados de las vías, el tranvía, estruendosa y chirriante maquinaria o armatoste del eterno retorno, fue el primero de los artefactos reveladores de la urbanización por venir al inicio del siglo viejo, porque, como se sabe, “La ilusión viaja en tranvía”. De las eléctricas muertes grabadas en las estampas de Posada, a sus recorridos por el centro de la ciudad, Indianilla o Iztapalapa, el tranvía llegó como novedad destinada a caducar pronto. En contraste, con la notable variante de sus ruedas de hule y sus elevadas vías inversas y flotantes tendidas con cable conductor, con torpeza de gigante prehistórico pende extravagante el trolebús. Sus cables conectores, incómodos tirantes rígidos, le restringen posibilidades de movimiento y contribuyen a darle ese aire de dinosauro trastabillante.
Más cercano al viejo tranvía y descendiente directo del tren original, surgió luego el tren ligero con el encanto de lo no visto antes, el aire festivo y risueño de lo novedoso en la ciudad, pero con la irremediable certeza de su efímera modernidad. Fue inaugurado a principios de los noventa hasta alcanzar Xochimilco, esforzándose por retener en su arrullo veloz y mecánico, en su comodidad y su generosa entrega de paisaje, el sabor bucólico de un viaje a la campiña suburbana. ¿Viajarán alguna vez, como antes, la ilusión y el deseo en este novísimo light train?
La primera ruta del Metro se inauguró al doblar la década hacia los setenta: Observatorio-Tacubaya-Chapultepec-Zaragoza, suficiente entonces para transportar a la creciente multitud en vías de convertirse en masa. Aquel primer trayecto de tren subterráneo concitó asombros y admiraciones ante los vagones de factura francesa, ante la eficiencia y velocidad subterránea de un servicio ahora sí que bien cosmopolita.
La mole arquitectónica de la estación Metro-Insurgentes adquiere, aun hoy, perfiles de magnificencia planetaria, o incluso interplanetaria, según propuso en su día la película estadounidense Total Recall, de 1989, donde el gélido Arnold Shwarzenegger protagoniza una ficción futurista en el Metro mexicano, huye de los mutantes marcianos en la estación Insurgentes, se lía a golpes en la estación Chabacano con quienes le han robado la memoria o penetra en inhóspitos túneles de ciudades virtuales levantadas escenográficamente en las entrañas del Sistema de Transporte Colectivo.
El alacrán recuerda con nitidez el primer accidente grave del Metro ocurrido en un alcance de trenes sobre la Calzada de Tlalpan en 1975. Hubo otros menores, pero ninguno como el terrible accidente de la línea 12 cuyas fatales consecuencias han marcado en definitiva a la capital y a su Gobierno.
El permanente sueño mexicano de la modernidad parece convertirse cíclicamente en nuestra peor pesadilla, en la eterna búsqueda del grial definitivo: el sueño de la modernidad produce monstruos. Al filo de la tercera década del siglo nuevo, en el dolido corazón de una de las ciudades más complejas y problemáticas del mundo, cualquier prospectiva sobre el desarrollo del transporte resulta riesgosa. No obstante, hay Cablebús y habrá trolebús elevado, mientras nuevos camiones y trolebuses eléctricos auguran el urgente fin de los Microbuses y su reinado del terror; habrá también renovación del Metro y, como verdadera novedad, existe una infraestructura ciclista de más de 200 kilómetros, biciestacionamientos y más Ecobicis.
Luego de la digresión, el venenoso desciende al fin del Cablebús como quien baja de la Rueda de la Fortuna.